En la nochevieja de 2009 se cumplía el primer lustro de los sucesos ocurridos en República Cromañón, cuando se truncaron las vidas de 194 personas que solo querían disfrutar de un recital. Aquel 31 de diciembre, en la Catedral Metropolitana, el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, dijo “venimos a llorar por nuestra Ciudad, que no llora todavía. Ciudad vanidosa, casquivana y coimera, que maquilla las heridas de sus hijos y no las cura”,[1] en la misa que ofició para los sobrevivientes, familiares y amigos de las víctimas. Quien se desempeñaba entonces como primado argentino, consideraba que Buenos Aires necesitaba de sabiduría para asumir la tragedia, en la que en su mayoría murieron adolescentes y jóvenes, e insistió en criticarla por “abandonar a sus hijos, por no saber llorar, por no ser madre y ser, sí, compadrita y superficial”. La exhortó a que sea “madre solidaria” como las personas que entraron y salieron varias veces del boliche para rescatar a quienes estaban adentro y morían asfixiados. “Buenos Aires abandona a sus hijos, los expulsa, no los protege y los presenta, elegantemente, como en situación de calle”, criticó Bergoglio en su homilía. Apuntaba a la administración de Mauricio Macri porque la Ciudad “maquilla las heridas” y “esconde a sus ancianos mal alimentados y los arrincona”.
Diez años después, cuando ya era el Obispo de Roma y había dejado de llamarse Jorge para ser Francisco, en una entrevista, el periodista le enseña las cuchillas que se encuentran en las vallas de Melilla[2] como método disuasorio para su escalada. Y el Papa, al sentir su peso en las manos exclamó: “el mundo se olvidó de llorar”.[3]
Buenos Aires-El Mundo: olvidados de llorar.
¿Cómo pensar el abismo de esa reflexión? ¿Cómo hacerlo hoy, desde ese otro abismo, que es el de su muerte? La del Cardenal Bergoglio y la del Papa Francisco —que son y no son el mismo—. ¿Cuál es la sustancia de ese olvido del mundo? ¿Qué significa el llanto, en esa preocupación cuyo peso específico es el de las cuchillas —y, sin dudas, el de una angustia profunda— para truncar (también allí) algo de lo humano?
La humanidad perdida
En la tela de su vida, en la mansa melancolía que era posible apreciar en las nubes —unas veces más claras, otras menos— de su mirada, hay un pespunte que persiste. En el cura, en el obispo, en el primado, en el cardenal, en el Papa: su serena testarudez por restablecer, en ese mundo sin llanto, la humanidad perdida. Y, también, una forma piadosa del grito que alerta sobre la vulnerabilidad humana; un llamado a darle lugar a ese lenguaje del alma que trasciende las palabras. Si lo pensáramos desde la tradición existencialista, el llanto revela la conciencia del ser arrojado al mundo, su angustia, su esperanza. El llanto no como mero sufrimiento, sino como reconocimiento, como pensamiento que nos permite comprender nuestra dimensión sensible, profundamente humana. Un desbordamiento del ser para que sea posible confrontar lo más propio: la muerte, el vacío, el sin-sentido, la pérdida. El llanto suspende el lenguaje, propicia una interrupción de la comprensión habitual del mundo, produce un quiebre: revela lo que no podíamos ver. El llanto, cuando es profundo, hace lío. Es el mundo que se retrae. El sentido que se deshace. Y, en ese colapso, se revela algo esencial: que somos vulnerables. Que estamos desnudos. Que nos necesitamos.

El llanto es, también, el fracaso del lenguaje. Y si es el lenguaje el que trama un mundo que da vergüenza, que asesina a sus hijos en un boliche, que atraviesa hermanos y hermanas con cuchillas en el drama imposible de nombrar que está en el interior de las corrientes migratorias, si el lenguaje que hablamos solo tiene palabras para nombrar ese mundo, entonces el llanto es la justa expresión de una experiencia límite donde el lenguaje fracasa. El testimonio impostergable de nuestra existencia más propia y expuesta. Así, llorar no es solo verter lágrimas, sino ser atravesado por algo que no tiene nombre. Un temblor.
¿Acaso Francisco reclamaba ese quiebre? ¿Nos demandaba ese hiato para que se cuele la verdad como des-ocultamiento? Empezar a comprender sin palabras para re-construir el lenguaje de una casa común. De un mundo otro.
Hilvanamos estas líneas en el temblor de estos días infaustos, cuando una multitud de más de 250 mil personas ha despedido al Papa Francisco en Roma (y cientos de millones lo hicieron en todo el mundo) que ya descansa en la basílica de Santa María la Mayor. Allí quiso que fuese, y no en el pomposo sótano de la Iglesia de San Pedro. Y quiso que la constatación de la muerte no fuese en la habitación del pontífice sino en la capilla, y la deposición inmediata del cuerpo fuese dentro del ataúd; la exposición a la veneración de los fieles directamente en la basílica del Vaticano y no en el Palacio Apostólico; y sin el catafalco —el armazón de madera, vestida de paños fúnebres, que se erige para la celebración de las honras de un difunto— y quiso que se eliminen los tradicionales tres féretros de ciprés, plomo y roble.
Todo eso quiso, porque así vivió. Su capital en el momento de su muerte —en el auge del capitalismo ilimitado— era de cien euros: “Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”.[4]
Se filtra aquí otro aspecto sobre el que creemos adecuado detenernos un momento: la potencia urbi et orbi de su liderazgo. Su palabra trascendió los límites (en el momento de su asunción, corroídos por escándalos de todo tipo que preferimos no revivir acá) de su Iglesia, para alcanzar y tocar los de un mundo vacío de referentes humanistas, porque la saña insaciable del capitalismo ilimitado imponía su presente infinito para despojarnos de las dimensiones temporales: sin pasado y sin futuro, presas dóciles de una hora nefasta.
Comprendió —quizá como nadie— la crisis profunda que atravesaba la política, el conjunto debilitado de prácticas e instituciones con las que se (des)organizaba el mundo, para asumir —quizá también como nadie— la dimensión conflictiva de lo político, esto es, la dimensión del conflicto inherente a la sociedad, sus diferencias de valores, intereses, identidades, sus exclusiones y sus disputas.
Las abrazó en el cofre de sus brazos: esa casa común que nos exhortó a construir.
En un noviembre triste y ceniciento de hace casi cinco años, en ese enigma que, por comodidad, llamamos Argentina, moría un dios que era nuestro. “Una suerte de Dios sucio, el más humano de los dioses”, lo que tal vez “explica la veneración universal que conquistó (…) Un Dios sucio que se nos parece”.[5] En aquellos días alguien escribió en una pancarta: “No importa qué hiciste con tu vida, sino lo que hiciste con las nuestras”.
Por eso, Francisco, es que el mundo ha recuperado el llanto. Por lo que hiciste con nuestras vidas. Te llora tu grey. Te lloran los hijos y las hijas de la Iglesia que les enseñaste, aun cuando la Iglesia que recibiste sume y reste votos para ensuciar tu legado. Te lloran centenares de millones de laicos que reconocieron en vos la medida indispensable de la esperanza.
Te llora, Francisco, este tucumano sin patria al que despojaste de la estúpida vergüenza de tener fe.
[1] DYN (2009): Bergoglio: “Esta ciudad vanidosa y coimera no ha llorado por Cromañón”, 31 de diciembre, diario Perfil.
[2] La valla de Melilla es una barrera física situada en los límites de la ciudad española de Melilla con Marruecos, en el norte de África y en territorio español. Su propósito es dificultar o impedir la entrada de inmigrantes. Aunque anteriormente existía una alambrada, instalada en 1971 debido a un brote de cólera en Marruecos, la valla actualmente existente comenzó a construirse en 1998 durante el primer mandato de José María Aznar.
[3] La Sexta (2019): El papa Francisco reflexiona sobre inmigración con una concertina en sus manos: «El mundo se olvidó de llorar», entrevista de Jordi Évole. Consultada en abril de 2023, disponible en: https://www.lasexta.com/programas/salvados/mejoresmomentos/el-papa-francisco-reflexiona-sobre-inmigracion-con-una-concertina-en-sus-manos-el-mundose-olvido-de-llorar-video_201903315ca116700cf2fb2ce3697a3f.html
[4] Machado, Antonio (1999): “Retrato”, en Campos de Castilla, Editorial Millenium, Buenos Aires.
[5] Galeano, Eduardo (2017): Cerrado por fútbol, Siglo XXI, Buenos Aires.