El 24 de marzo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, el gobierno nacional publicó un comunicado en el que enfatizó la necesidad de alcanzar «la historia completa, sin sesgo ideológico ni censura a las distintas voces que analizan y narran lo ocurrido en la década de 1970». La elección de estas palabras implica una operación política sobre el pasado. No se trata solo de recordar lo sucedido, sino de definir qué merece ser llamado «historia» y qué queda relegado al terreno del «relato político partidario». También establece qué hechos deben ser incorporados a la narrativa oficial y se impone un marco de interpretación que busca reconfigurar el significado mismo de la memoria colectiva. El comunicado destaca dos medidas: la decisión del presidente Javier Milei de acompañar el pedido de justicia de la familia Viola para que el asesinato del capitán Humberto Viola en 1974 sea reconocido como un delito de lesa humanidad y la desclasificación de archivos en poder de la ex Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) relacionados con actividades militares y guerrilleras entre 1976 y 1983.
La intención de inscribir el asesinato del capitán Viola dentro de la categoría de «crimen de lesa humanidad» no se sostiene desde un punto de vista jurídico. De acuerdo con el artículo 7º del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, un delito de lesa humanidad debe formar parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque. La tipificación incluye actos como el asesinato, la desaparición forzada, la tortura, la persecución política, entre otros, siempre en el marco de un plan o política de represión. El caso de Viola no se ajusta a esta definición, es decir que la maniobra de encuadrarlo en esta figura jurídica responde a una estrategia de resignificación histórica y no a una aplicación rigurosa del derecho internacional. Equiparan hechos aislados de violencia política con el terrorismo de Estado, desdibujando la diferencia fundamental entre la represión ejercida desde el aparato estatal y las acciones del ERP.
El intento de reescribir el pasado en clave de «memoria completa» es, en realidad, un ejercicio de poder sobre el tiempo. No existe un pasado dado e inalterable que pueda ser simplemente «completado» con información, supuestamente, omitida. El pasado es una construcción que se redefine en cada acto de historización. Jacques Lacan, al desarrollar sus ideas sobre la concepción del tiempo, habla de “futuro anterior” para mostrar que el tiempo no es una linealidad, se pliega sobre sí mismo: un acto en el futuro puede modificar el pasado y esa modificación tendrá efectos en lo que vendrá. La historia es una disputa por sus significados, no así la reconstrucción objetiva de un hecho. Y en la disputa lo que está en juego es el relato sobre lo ocurrido y los posibles efectos que este producirá en las generaciones por venir. En este sentido, vale retomar el aforismo de Lacan: «toda realidad tiene estructura de ficción», e incluso, «la verdad tiene estructura de ficción».
La historia es un archivo de hechos del pasado, pero más aún una construcción en constante reescritura. En esa ficción particular de la historia argentina es donde se intenta intervenir: para olvidar parte de ella y para que en su reescritura se produzcan cambios en los aspectos que hacen a la construcción social de los sujetos. En términos de producción y reproducción ideológica, esta historia está articulada por variables sociales que lo ubican en un tiempo y espacio particulares desde el punto de vista de la historia política. Reconocer a las memorias como objeto de disputas, conflictos y luchas implica asumir el rol activo y productor de sentido de quienes las protagonizan, enmarcados en relaciones de poder.
Si bien pueden señalarse ciertos patrones universales en la historia de la humanidad, estos se particularizan por cultura, país y región. Los golpes de Estado en América Latina —Bolivia en 1971, Uruguay en 1973 junto a Chile, Argentina en 1976, Brasil en 1964…— no fueron hechos aislados: respondieron a un contexto geopolítico común: un periodo de integración regional, con políticas represivas, articuladas a la Doctrina de Seguridad Nacional promovidas por Estados Unidos durante la Guerra Fría. Tucumán, en este sentido, ofrece un caso paradigmático de cómo la reconfiguración histórica produjo efectos en los habitantes de la provincia. Fue uno de los escenarios más tempranos de la represión, con el Operativo Independencia en 1975, comandado por Antonio Domingo Bussi, quien años más tarde, en 1995, fue electo gobernador de la provincia.
De todos los países que menciono, Argentina fue el primero en juzgar a los responsables del golpe de Estado y de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. La salud mental de una sociedad se mide tanto en términos de diagnósticos individuales como en la capacidad de sus instituciones para permitir procesos de elaboración simbólica. Los juicios a los represores en nuestro país fueron actos de orden jurídico que significaron un proceso fundamental en la construcción de su memoria colectiva y en las disputas por su significado. Por ello, intervenir en los debates por la Memoria es hacerlo desde un marco teórico, no existe una historia neutra, y es precisamente lo contrario de lo que sugiere el comunicado oficial: no se puede acceder a una «historia completa» sin reconocer que toda narración histórica es también una construcción política. No se trata solo de recordar para no repetir, sino, como sostiene la socióloga Elizabeth Jelin, de comprender que la lucha es, en verdad, memoria contra memoria. En este mismo avance sobre la producción histórica, se inscribe también la reciente destrucción del monumento a Osvaldo Bayer en Santa Cruz.
Si toda realidad tiene estructura de ficción, como señala Lacan, la disputa por la memoria no puede redecirse a una cuestión del pasado, se trata de un ejercicio de poder sobre el presente y el futuro. Mucho más que una mera confrontación entre relatos, la clave está en la forma en que estos relatos organizan el mundo, producen subjetividades y configuran el campo de lo decible y lo pensable.
La destrucción del monumento, la reivindicación de la teoría de los dos demonios, la relativización de crímenes de Estado: todo forma parte de un mismo movimiento que se propone erosionar los consensos construidos en democracia. Porque la remoción de un monumento o los cambios de leyendas de centros culturales, para nombrar los más recientes, no son hechos aislados, sino síntomas de la batalla por la memoria en Argentina, donde el revisionismo histórico promovido por sectores del poder busca reconfigurar los relatos sobre el pasado. La pregunta, entonces, es inevitable: ¿qué busca el gobierno de Javier Milei con esta operación discursiva?