Por si alguien pensaba lo contrario, queda claro tras el discurso que, en su versión Klaus Kinsky, el presidente propinó a la ciudadanía el 1 de marzo: el grupo gobernante no se apartará un centímetro de sus objetivos. Los tiene. Que muy pocas veces se atreva a explicitarlos es otra cosa.
El grupo gobernante no es Cambiemos, ni siquiera el Pro, sino una cofradía de viejos y nuevos ricos que, tanto a fines del siglo XIX como del XX, surgieron y engordaron a expensas del Estado y los recursos nacionales, desde los Álzaga, Anchorena, Braun, Braun Menéndez, Menéndez Behety, Blaquier, Duhau, Roca, Martínez de Hoz, Bullrich, hasta los más modernos Macri, Caputo, Stanley, Lewis, Mindlin, Cabrera, Lopetegui, Dietrich, Dujovne, por nombrar algunos.
Estos nuevos ricos imitan y reproducen los mecanismos de los viejos ricos hasta la caricatura. En un simulacro de los mecanismos de la vieja oligarquía, este nuevo grupo parasitario, atento únicamente a sus negocios, se apropia del Estado y sus instrumentos de coacción, maneja los medios de comunicación y controla el poder judicial en alianza con un poder extranjero (imperial, en un caso; financiero, en otro). Revelando que atrasa 150 años, tiene los mismos enemigos simbólicos: los indios, los anarquistas, los sindicatos, las feministas y los inmigrantes. Pero, a diferencia de la anterior, esta nueva oligarquía ni siquiera esboza una idea de país. Por más que fuera colonial, agroexportadora, económicamente subdesarrollada y socialmente injusta, la Argentina del 80 era al menos un país. Los actuales imitadores de Otto Bemberg y Carlos Zuberbühler apenas si conciben un territorio circunstancial de negocios. Preservarlos –los negocios, no el territorio– es su objetivo primordial.
La camarilla gobernante cuenta con algunos aliados y dispone de un buen número de empleados, clientes y extorsionados. Tiene enfrente –en diversas gradaciones del “enfrente”– una oposición social y políticamente heterogénea, desarticulada y contradictoria, que tiende a unirse en la sospecha de que, de prolongarse el dominio del Estado por parte del actual grupo, ya no quedaría nada acá, excepto el territorio apto para los negocios que ese grupo quisiera seguir haciendo.
La unidad posible
Sin descartar la construcción de espacios de confluencia y acuerdos sociales, la unidad opositora posible es la electoral.
Se objeta: no es suficiente. Se dice: hay que formular un proyecto, volver a enamorar a los argentinos y otras oquedades románticas al uso, olvidando que no es posible formular un proyecto (que viene a ser algo un poco más serio, una construcción –no un papelito– compleja, trabajosa) desde la nada. Ni siquiera se puede elaborar un “plan” –“Se planifica hasta el momento de la decisión”, decía el que te Jedi, pues una vez que la decisión se ha producido, cambia la realidad que dio origen a esa planificación–, sino sólo esbozar dos o tres grandes líneas de pensamiento: no se trata de que en la “oposición” exista en germen un proyecto de país enfrentado a un proyecto oficial. Nada de eso: para que dentro del oficialismo pueda surgir alguna idea de país, es preciso que el sector capaz de esbozarla deje de ser tributario del grupo gobernante, vale decir, deje de ser oficialismo.
Hoy por hoy, están, por un lado, el grupito de negocios con sus empleados y tributarios y, por el otro, un espacio heterogéneo en el que mal conviven diferentes ideas y dentro del cual podrá discutirse y dirimirse –en el futuro– un proyecto posible y razonable de país. Pero nada puede hacerse ni pensarse si previamente no se desaloja del manejo del Estado al grupo de negocios gobernante.
En ese sentido, la unidad electoral no es sólo la unidad posible sino la deseable: la discusión de las formas y características de la nación es posterior a la posibilidad de existencia de la nación, que hoy se encuentra muy seriamente en riesgo.
Por otra parte, más allá de las opiniones y gustos de cada quien, de las miles de opiniones y gustos diferentes de los miles de diferentes cada quienes, las esperanzas de la mayor parte de la sociedad están depositadas en la posibilidad de un cambio de gobierno, pacífico, incruento, “normal”. De otro modo, la “situación”, tanto objetiva como subjetiva, se haría insostenible.
Un porcentaje muy significativo y creciente de esas mayorías asocian la posibilidad de un cambio de rumbo con un retorno al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Si bien otro porcentaje la rechaza o preferiría otras alternativas, la figura de la ex presidente funciona como dique de contención de eventuales explosiones de ira y desesperación populares.
He ahí el primer dilema del grupo gobernante: necesita a CFK para que la bronca que la sociedad fue –y seguirá– acumulando se canalice pacífica y políticamente, pero a la vez teme a las consecuencias de ese encauzamiento: CFK es la precandidata con mayor intención de votos y su potencial electoral se incrementa en relación directa con el aumento del desprestigio del grupo gobernante y, muy específicamente, del señor Macri, cuyo descrédito crece proporcionalmente con el deterioro de las condiciones de vida de la mayor parte de la sociedad.
Pero este dilema no perturba única ni principalmente al grupo de negocios, que buscará cumplir con sus objetivos a como de lugar y al costo que sea, sin piedad ni miramientos de ninguna naturaleza: cada día que pasa más se descalabra la situación económica y social y se resienten las posibilidades de una futura recuperación nacional.
El gran dilema
Contrariamente a lo que a primera vista puede parecer, el tiempo favorece al grupo gobernante y perjudica las chances nacionales, toda vez que los objetivos del grupo consisten en seguir haciendo negocios hasta el último minuto, mientras se van minando los caminos que podría tomar un futuro gobierno de reconstrucción nacional.
Es verdad que tanto desastre desorganizado resquebraja la alianza forjada en torno al sistema de negocios, pone en riesgo la complicidad judicial y vuelve demasiado grotescas las operaciones mediáticas, a la vez que devela la naturaleza entreguista y extranacional del oficialismo. Pero también lo es que el desastre es real, la desarticulación nacional se profundiza, la entrega y el endeudamiento se hacen mayores, la transferencia de ingresos es de un volumen inusitado, mientras la desenfrenada voracidad del grupo incrementa la desconfianza de los acreedores y socios extranjeros. Si bastó con el desquiciado discurso presidencial del 1 de marzo para perturbar al dólar, no cuesta mucho imaginar la corrida que provocará un cada vez más previsible fracaso oficial en las PASO, sólo disimulable mediante el fraude y la manipulación, a estas alturas, única carta de triunfo oficialista.
El mejor de los desenlaces posibles, el del desplazamiento del grupo de negocios del manejo del Estado, habrá llegado tal vez demasiado tarde. Un gobierno parlamentariamente muy débil, con un poder judicial en el mejor de los casos colapsado, una Corte Suprema ducha y presta a la extorsión, medios de comunicación implicados en los más turbios negocios de la administración anterior, fuerzas de seguridad controladas por servicios de inteligencia extranjeros, Fuerzas Armadas en las nubes de Úbeda, una dirigencia empresaria impotente y una dirigencia sindical mayoritariamente incompetente, una estructura económica devastada, una deuda enorme y compromisos inmediatos impagables. Y, no menos significativo, una sociedad muy exigente, tal vez injustamente exigente ya que ha sido cómplice y coautora del tsunami que arrasó el país, pero necesitada de una recomposición económica inmediata y ansiosa de vendetta, es el panorama con que tendrá que vérselas el próximo gobierno. Y es seguramente la bomba de tiempo que el grupo de negocios y sectores financieros internacionales esperan que estalle a la brevedad, en cuanto los futuros gobernantes hagan el primer movimiento, o tanto si lo hacen como si no lo hacen.
Las dificultades serán enormes y las barajas vienen malas y, encima, marcadas. Pero no cabe, desde ya, el cálculo irresponsable e infantil con que muchos simpatizantes y unos cuantos integrantes del gobierno anterior precipitaron el triunfo del grupo de negocios: no hay un después de una eventual derrota de los sectores nacionales.
Nuestro país tiene, simbólicamente, apenas 200 años de existencia. Y en los hechos, con su actual configuración, no llega a los 150. Muy poco para considerar que el “peso de la historia”, la “tradición”, la “identidad” y otras figuras rimbombantes de la retórica, puedan ser determinantes para su supervivencia: Argentina puede sobrevivir sólo si cuenta con una clase dirigente con la voluntad de hacerla existir y una sociedad que comprenda la importancia y dificultades de ese empeño.
Tras el mejor de los desenlaces posibles, empezarán las verdaderas dificultades y tendrá lugar el dilema de los dilemas: ¿será posible para un futuro gobierno reconstruir el país mediante consensos y conciliábulos o ese consenso sólo podrá ser fruto de las iniciativas inconsultas y los hechos consumados?
En cualquiera de los dos casos, es necesario ser consciente de que los mecanismos de dominación y dependencia se encuentran intactos, más fuertes y aceitados que nunca antes. Y, no menos importante, que cuánto más prolongada sea la agonía del régimen impuesto por el grupo de negocios, más arduo, escabroso e incierto será el camino de la reconstrucción nacional.