Deudas argentinas

Argentina transita por un nuevo periodo de condicionamientos debido al peso del endeudamiento externo. A esto, se suma la precaria situación material de millones de familias por debajo de la línea de pobreza y el incremento de la conflictividad ambiental en varias regiones del país.

Durante gran parte del siglo veinte y las primeras décadas del nuevo milenio, las crisis vinculadas a los procesos de endeudamiento, tanto con capitales privados como con entidades crediticias internacionales, fueron recurrentes. Hace unos meses se cumplieron 20 años del último gran estallido social con causas directas en una crisis de endeudamiento: las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre del 2001. 

Actualmente, nuestro país debe enfrentar acreencias por más de cuarenta y cinco mil millones de dólares por un crédito stand by con el Fondo Monetario Internacional. Un préstamo descomunal si atendemos a que el monto en cuestión es el más grande que dicha entidad ha otorgado en toda su historia, más el agravante de que gran parte de ese préstamo se utilizó para financiar la salida de capitales hacia paraísos fiscales, hecho que contradice los reglamentos del propio FMI.

Estamos en una coyuntura internacional marcada por la aparición del virus Covid 19, el cual gracias al funcionamiento del comercio internacional se convirtió en un agente pandémico en muy pocos meses y, a pesar de los esfuerzos en campañas de vacunación en todo el globo, una nueva ola ya anticipa que los desafíos que deberá afrontar el país no tendrán más que multiplicarse. Con una matriz productiva orientada fundamentalmente a la colocación de bienes primarios en los mercados internacionales donde estos son más demandados, la Argentina se orienta a incrementar sus saldos exportables como estrategia para el necesario acopio de divisas extranjeras -léase dólares– que tendrán como primer destino el pago de los onerosos compromisos que nuestro país debe pagar mientras se siguen dilatando las negociaciones con el FMI.

Pero nuestro país debe encontrar soluciones para otras grandes deudas que tensionan gravemente nuestra realidad actual: la Deuda Social y la Deuda Ambiental. La primera es atribuible a una de las promesas incumplidas de la Primavera Democrática. A punto de cumplirse cuatro décadas de estabilidad democrática, es imposible no advertir que nuestro sistema político ha convivido con niveles constantes de pobreza, desigualdad y marginación social. En la actualidad esta situación ha llegado al paroxismo de tener a la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza, como aseveran tanto los indicadores de INDEC y el Observatorio de Pobreza de la UCA. Este contexto se inscribe en esa genealogía de momentos históricos donde las penurias económicas y la exclusión social fueron la marca indeleble de la experiencia colectiva. Y la memoria del 2001 activa comparaciones odiosas.

Esta delicada realidad social afecta a millones de familias de manera bien diferenciada, dado el grado de fragmentación que padece desde hace décadas nuestro país. Desde quienes han tenido que limitar consumos culturales, pasando por aquellas familias que no llegan a fin de mes, hasta aquellos grupos familiares que no pueden vivir de changas o que ni siquiera acceden a la contención estatal, este poliedro de situaciones parece difícil de resolver desde políticas universales. Pero al mismo tiempo estos parecen ser los únicos instrumentos con los que cuenta el Estado en contextos donde el sector privado no logra absorber a las ingentes masas de desempleados. 

Por otro lado, podemos ver que luego de casi veinte años de luchas socioambientales, en algunas provincias se torna imposible impulsar emprendimientos tendientes a la reprimarización económica, o como los define el activismo ambiental, proyectos extractivistas. Estos colectivos organizados pueden vetar iniciativas productivas que atenten contra el cuidado de los biosistemas, señalando la existencia de una deuda ambiental, resultante de la creación de áreas de sacrificio. Estos territorios que debido a su escasa densidad poblacional pueden ser óptimos para el desarrollo de estas actividades, en los cuales se ponderan las regalías económicas por sobre los efectos perniciosos sobre el territorio y quienes lo habitan, sean humanos o no.

Ante este difícil escenario, el gobierno nacional renueva su apuesta por la estrategia reprimarizadora. A su vez, intenta recomponer las variables ligadas al mercado interno: producción, consumo, empleo. Como antaño, durante los gobiernos de Nestor y Cristina Kirchner, se espera que el sector agropecuario aporte las divisas necesarias para poder sobreponerse a tan dramática situación. Esto se realizaría vía cobro de derechos de exportación sobre la renta agropecuaria; vía inversión extranjera directa orientada a la producción agro-ganadera industrializada, como propone el actual proyecto de ley de incentivo al sector agroindustrial impulsada por el ministro de agricultura, Julián Domínguez. Pero ¿qué sucede si el ciclo político no continúa? ¿Qué sucedería con las capacidades/posibilidades del Estado argentino de atesorar las tan preciadas divisas? ¿Qué sucede, mientras tanto, con los efectos sociales y ambientales de la matriz extractiva? Estas preguntas son relevantes si le agregamos además que la conducción política de las fuerzas vivas de la economía argentina ya ha condicionado medidas del actual gobierno, obligándolo a retroceder con algunas de estas que atinaban a intervenir en el comercio exterior y en los mercados cautivos en manos de grupos oligopólicos ¿Y si la acción de estos grupos intensificara su presión sobre el atesoramiento de divisas? No sería extraño entonces, que el proceso de deterioro de las reservas se de en el mismo ciclo político que nos toca atravesar. De hecho, ya se ha observado este fenómeno durante el mes de octubre del 2020, cuando el ministro de economía Martín Guzmán logró cinturear un intento de devaluación forzada vía presión sobre el dólar.

Dicho esto ¿Es la nueva apuesta por la reprimarización una estrategia estable a mediano y largo plazo en función de alcanzar una nueva dinámica económica de crecimiento y redistribución? ¿Qué sucede con los costos sociales y ambientales de la ampliación de la superficie explotable y los efectos de la agroganadería industrial? ¿Qué regulaciones deberían acompañar a dicho proceso para darle sustentabilidad a largo plazo?  

¿Extractivismo para qué? Podría ser una forma de enhebrar este conjunto de interrogantes. Y una respuesta inmediata sería: para cubrir la deuda social. Es decir, intensificamos nuestra deuda ambiental con la exportación de bienes que reducen los nutrientes en las capas productivas de la tierra, incrementando la erosión de la misma y obligando a los productores a sumar capital a una cuenta ya capital intensiva, a lo fines de llevar adelante políticas públicas de contención y redistribución para la cantidad de barriadas populares totalmente excluidas del mundo del trabajo y de la dignidad social. Como efecto de las políticas llevadas adelante por la saliente gestión de gobierno, el actual gobierno nacional debe resolver tensiones de difícil conciliación entre demandas ambientales cada vez más vigorosas y las demandas sociales internas en estado de emergencia. La manta es muy corta.

Ya en los primeros días, el gobierno de FdT tuvo que lidiar con una auténtica pueblada en Mendoza por la nulidad de la ley 7722 que protegía a los acuíferos de montaña de la contaminación propiciada por la minería a cielo abierto. En menos de seis meses, las organizaciones civiles y ambientales llevaron adelante una serie de movilizaciones en la ciudad de Rosario demandando la protección de los humedales frente a las quemas en el Delta del Paraná. En las últimas semanas, la provincia de Chubut fue el escenario de una intensa conflictividad socio ambiental cuando organizaciones antimineras se movilizaron contra la sanción express de la Ley de Zonificación Minera, que daba vía libre al impulso emprendimientos mineros en la zona de la meseta central de la provincia. Si sumamos a esto el notorio rechazo de las organizaciones de la agricultura familiar, tales como el Foro Agrario Soberano y Popular, frente al llamado “Acuerdo Porcino”, podemos hacer un balance bianual donde queda claro que varias provincias del país “no hay consenso social” para la profundización de un proceso reprimarizador. 

En los ámbitos políticos parecería haber consensos de otro tipo, bastante más incómodos. Mientras las opciones mayoritarias del centro a la derecha prefieren idealizar al “Campo” y los empresarios del sector primario para presentarlos como el sector más dinámico de la economía, a los cuales hay que liberar de las cargas tributarias; las opciones mayoritarias del  campo popular señalan un estado de necesidad: Argentina no genera dólares y la forma más efectiva para su captación viene por el lado del incremento de los volúmenes de exportación a estos grupos oligopólicos, a los fines de limitar la restricción externa y promover políticas redistributivas. Aquí se jerarquizan las deudas sociales por sobre las deudas ambientales, a la vez que se invisibilizan las relaciones entre ambas y sus efectos perniciosos: el desarraigo de los productores agrarios, la expulsión de las clases populares del interior y su migración a los conurbanos pampeanos, la erosión del suelo y la contaminación de los ríos, la proliferación de enfermedades oncológicas en zonas rurales por el uso de agentes fitosanitarios como el glifosato, y no menos importante: la enorme concentración inmobiliaria urbana y rural.Si bien el mayor volumen de las políticas de gobierno sigue el rumbo de este consenso incómodo, por primera vez también podemos observar una serie de iniciativas que señalan otra necesidad; la necesidad de incorporar demandas de los movimientos ambientales a la agenda gubernamental. La creación de la Dirección Nacional de Agroecología y el Instituto Nacional de la Semilla, la puesta en marcha del Parque Islas de Santa Fe y la creación de nuevas áreas protegidas en la mayoría de las provincias, sumados a la sanción la Ley de Educación Ambiental Integral, la Ley de Quemas y la Ley Yolanda, son iniciativas importantes en esta dirección. Sin embargo, la tensión que se ordena en torno a la necesidad de dólares para afrontar los compromisos de deuda y para impulsar políticas redistributivas que puedan al menos paliar la dramática situación social, chocan con el veto de movimientos ambientales que gozan de un notables vigor y una legitimidad social creciente, fruto de su articulación tanto con círculos de investigadores y académicos especializados como con organizaciones sociales y sindicales. Frente a esta situación, el gobierno nacional se fue empantanando en una serie de marchas y contramarchas, pequeños gestos, tímidos movimientos, que parecen sumirlo cada vez más en las arenas movedizas de un posibilismo carente de rumbo. Frente a este escenario serán necesarias acciones firmes pero conscientes del campo de conflictos y tensiones que atraviesan a nuestra sociedad a los fines de encontrar márgenes para la decisión política.

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