Campañas de miedo

Los debates de los candidatos presidenciales expusieron el catálogo de un poder que se extingue. Negacionismo, control social y mano dura: los ingredientes vencidos de una receta que aún integra el menú electoral.

Durante el segundo debate presidencial, Mauricio Macri no dejó de fustigar a quienes “transforman la Justicia en una puerta giratoria”. Una licencia poética utilizada hasta el abuso por quienes creen que “los delincuentes entran por una puerta y salen por otra”.

Es posible que esa misma creencia haya chisporroteado en los policías que a fines de julio trasladaban al presunto pistolero Guillermo Ibarrola desde una sede policial de Bahía Blanca al penal de Villa Floresta, justo cuando una sorpresiva orden impartida por vía telefónica desde la fiscalía local dispuso su inmediata libertad.

El tipo había sido capturado seis días antes en la terminal ferroviaria de Retiro luego de ser detectado por una cámara de reconocimiento facial que lo  sindicaba como autor de un “robo agravado” en una tienda bahiense. 

“¡Lárguenlo de inmediato! ¡Fue un error del sistema!”, bramaba ahora el fiscal con justa razón: el presunto pistolero jamás había empuñado un arma y menos para cometer un asalto. 

Lo cierto es que el ejercicio de la “videovigilancia” mediante artefactos antropométricos se ha convertido en una fuente inagotable de desdichas, dado que su índice de “falsos positivos” es del 80 por ciento, lo cual se traduce en las detenciones arbitrarias que diariamente sufren los “vecinos”.

Aún así, en su campaña para su reelección Horacio Rodríguez Larreta empapeló la ciudad con afiches que anuncian: “Vamos a tener 10.000 nuevas cámaras con reconocimiento facial”. Notable.

Durante un atardecer del ya remoto otoño de 2008, el entonces ministro de Seguridad porteño, Guillermo Montenegro, departía con un periodista en su oficina de la avenida Patricios. Y se ufanó con que la Metropolitana –por esos días en gestación– estaría basada en el modelo de los Mossos d’Esquadra, tal como se conoce a la policía autónoma de Cataluña. Pero cuando se le aclaró que la gran especialidad de esa fuerza es la persecución de indocumentados, el funcionario enarcó las cejas, y su respuesta fue: “Bueno, eso es lo que allá la gente pide”. Sinceridad brutal.

Ocho años después, ya con Macri apoltronado en el sillón de Rivadavia, la demagogia punitiva y el uso policial como única respuesta a los conflictos derivados del ajuste se pusieron con celeridad a la orden del día.  

En cuanto al primer asunto, sus funcionarios –bien al estilo PRO– no dudaron en establecer objetivos estratégicos en base a una interpretación algo antojadiza del superávit penal. Tanto es así que al enterarse de que en 2015 hubo casi un millón y medio de delitos (sin discriminar las modalidades ni sus niveles de gravedad) en un territorio nacional con una población carcelaria de 64 mil personas, se llegó a la conclusión de que faltaban presos. ¿Acaso 300 mil por año, calculando que cada uno pudo cometer cinco delitos en aquel período? Sin duda una visión típica de CEOs volcados a la gestión pública en un campo fértil como para alimentar la planilla Excel de la prisionización.

Con respecto al segundo asunto, la presencia casi cotidiana de columnas policiales con apariencia robótica en cada corte de calles y caminos, en cada marcha, frente a cada fábrica que cierra y en toda protesta social, ya es parte de un paisaje en vías de naturalizarse ante los ojos de los “vecinos”. Como si la represión fuera –otra vez bien al estilo PRO– una contrariedad puramente administrativa. Un trámite incómodo aunque necesario. Algo incluido a último momento en el ABL. Y a la vez un acto quirúrgico sin ideología de por medio. Nuevamente una visión típica de CEOs volcados a la gestión pública.

A tal panorama cabe sumar la realización de “controles poblacionales”, así como se denominan las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a niños indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el sistemático hostigamiento a inmigrantes, entre otras variadas delicias. Una dialéctica de la “seguridad pública” como valor supremo que el macrismo impuso en la vida cotidiana con siniestra eficacia.

De modo que el Estado policial terminó por naturalizarse ante el espíritu público como una cuestión de marketing. Y que para el oficialismo es su único logro. De ahí su utilización con fines de campaña, pero compitiendo en este campo con ciertos adversarios en una puja salvaje por erotizar a los sectores más cavernícolas del electorado.  

En este punto bien vale regresar al debate presidencial. 

No sin humor involuntario, los candidatos José Luis Espert, del Frente Despertar, y Juan José Gómez Centurión, del Frente NOS, supieron exponer sus catálogos de atrocidades. 

El primero denostó al kirchnerismo por tener en sus filas a “fans” del ex juez Zaffaroni, prometió bajar la edad de imputabilidad a los 14 años, además de “desterrar” el garantismo de la Justicia, establecer penas de cumplimiento efectivo y “apresar” piqueteros, cosa que remató con la siguiente advertencia: “Cuidado contigo, Juan Grabois, eh”.

Centurión, por su parte, supo adelantar que acabaría con los juicios por crímenes cometidos durante la última dictadura, prometió construir cárceles de máxima seguridad junto con una reforma del Código Penal para endurecer las penas y “blindar las fronteras a través de una estrategia integral” para combatir el narcotráfico con la “radarización del cien por ciento del país”. ¿Acaso cree que los radares detectan la corrupción policial?

Sea como fuere, resulta paradójico su afán inquisitorial, habiendo sido precisamente él una víctima de semejante vara en agosto de 2016, cuando aún era director General de Aduanes, al ser acusado de corrupción por la ministra Patricia Bullrich en base a datos falsos que le llegaron “anónimamente”.

Más allá de ese desliz, esta funcionaria se mostró muy prolífica desde el 11 de agosto con sus aportes proselitistas. A saber: El programa “Ofensores de trenes”, que posibilita a las mazorcas federales identificar ciudadanos. Pero exclusivamente en ese medio de transporte, un canto a la segregación, que de inmediato mereció una lluvia de repudios desde diversos sectores políticos. Y el proyecto legislativo llamado la “Ley mentira”, que castiga a las personas procesadas que falten a la verdad en los estrados judiciales Una iniciativa que ideó con el ministro Germán Garavano y que prevé penas de hasta cuatro años de cárcel, con multas de 300 mil pesos, según el calibre del embuste. A todas luces otra paradoja, habida cuenta de que la palabra de su autora posee menos valor que la moneda argentina. 

Todo parece indicar que la campaña electoral es también el catálogo de un poder que se extingue. 

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