Boleta única a la santafesina: festival de famosos

El sistema que quiere imponer el gobierno nacional, a la luz de los hechos concretos. La retórica institucionalista, con el deterioro democrático bajo el poncho. Por Gustavo Castro

El gobierno nacional de Javier Milei se apresta a lanzar, tal cual es su costumbre, un paquete de reformas del sistema político, que entre otros puntos incluye el cambio estructural de la modalidad de votación: eliminar la boleta tradicional y pasar a la denominada boleta única.

Los argumentos para impulsar el nuevo formato son similares a los que se escucharon en la provincia de Santa Fe antes del 25 de noviembre de 2011, cuando la Legislatura sancionó la ley cuyo autor fue el, por entonces, diputado de la Coalición Cívica, Pablo Javkin. Integrante en aquel momento del gobernante Frente Progresista, el hoy intendente de Rosario llegó a hacer campaña electoral tiempo después presentándose como “el de la boleta única”.

¿Cuál era ese basamento argumentativo que ahora se renueva a escala nacional?: Que facilita y agiliza la decisión del elector, en tanto consiste simplemente en hacer una cruz en el candidato preferido; que transparenta la elección y evita el robo de boletas; que nivela la cancha al decrecer las necesidades de fiscalización, propias de las grandes estructuras partidarias; que termina con el negocio de la impresión de votos; que le da punto final a las listas sábana, elimina el factor arrastre y con todo ello expresa más puramente la voluntad popular.

Esta retórica suele reproducirse acríticamente con pretensiones institucionalistas y modernizadoras, especialmente por varias ONGs que se arrogan la emisión de certificados de calidad democrática. Y también, por supuesto, en los medios de comunicación, que rápidamente etiquetan a los defensores de la boleta tradicional como amantes del fraude electoral.

La realidad, como siempre, es otra. Y salta a la vista cuando se revisa y discute la argumentación más allá del maquillaje superficial. Pero, especialmente, cuando se observan los resultados concretos de estos experimentos de laboratorio político.

Conviene aclarar, antes que nada, cómo funciona el sistema de boleta única, y cómo es la modalidad santafesina (distinta de la cordobesa, por ejemplo). En una elección como la de 2023, en dónde se ponen en juego todos los cargos, el elector llega a su lugar de votación y allí el presidente de mesa le extiende cinco cartones de diferentes colores, cada uno correspondiente a una categoría: gobernador, diputados, senadores, intendente y concejales. Luego ingresa a un box, que no es mucho más que una mesita de escuela con cartón alrededor y allí, con una lapicera, marca una cruz en cada uno de los papeles al lado de sus candidatos elegidos. Luego va a la urna, que tiene cinco huecos (uno por cada tramo electoral), e introduce los votos.

Con ya siete elecciones en su haber, el sistema de boleta única en Santa Fe demuestra una y otra vez que la presunta agilización del trámite electoral no ocurre. Especialmente en las PASO, cuando hay infinidad de candidatos y cada uno de los cartones de votación se tornan gigantes, más aún en las ciudades grandes. La gente mayor por lo general demora más de la cuenta porque no encuentra a sus postulantes preferidos que quedan perdidos en un océano de fotos y letras diminutas. Las urnas quedan chicas y cada tanto el presidente de mesa debe auxiliar a los votantes con una regla (sí, con una regla escolar) para que logren ingresar los sufragios. Termina demorándose todo.

Con todo, ese no es un problema mayor. Más o menos rápido, lo que importa es que la voluntad popular quede fielmente expresada. El problema es que si se usa como argumento la practicidad del sistema, no se ajusta a la experiencia efectiva.

El argumento de la transparencia es aún más discutible. Empezando porque primero hay que discutir por qué el mecanismo clásico sería opaco. No se verifica en los hechos, salvo casos puntualísimos y contados con los dedos de una mano, la existencia de robo masivo de boletas. Y esa afirmación se puede sostener sólo con observar los resultados de las elecciones.

En Santa Fe, el primer gobernador socialista de la historia argentina, Hermes Binner, triunfó en 2007 con el sistema tradicional, en un proceso que no mereció reproche alguno. Sí hubo turbulencias en 2011 y 2015, ya con la boleta única, cuando Antonio Bonfatti y Miguel Lifschitz respectivamente le ganaron por escaso margen al Midachi Miguel de Sel. Hubo acusaciones de fraude, incluso.

Pero además, qué mejor ejemplo que las elecciones presidenciales. Con el denostado formato actual, fueron electos jefes supremos de la Nación peronistas bien diversos como Menem, Kirchner y Cristina, pero también radicales como Alfonsín y De la Rúa. Y candidatos de fuerzas jóvenes, como Mauricio Macri del PRO. Y hasta panelistas de TV con sostenes partidarios raquíticos, como el actual mandatario. ¿Dónde está el robo de boletas?

La premisa de que la boleta única iguala las posibilidades entre las grandes estructuras y las pequeñas fuerzas merece un debate conceptual. Ese razonamiento parte de una idea fuerza: las organizaciones políticas son malas. ¿Por qué motivo contar con una red de fiscales militantes a lo largo y ancho del país, en cada ciudad y pueblo, sería algo lesivo para la salud democrática? Lo que subyace, en realidad, es que molestan los dispositivos populares, barrida la hojarasca pseudoinstitucionalista.

Pero además, el argumento de que los pobrecitos partidos chicos no tienen la capacidad estructural para evitar ser saqueados por las malvadas fuerzas grandes no tiene vínculo con la realidad. Simplemente no ocurre. Que, cada tanto, las Lilitas Carrió de la vida eructen la palabra “fraude” no significa que haya efectivamente pasado. Más bien, lo contrario.

Otra bandera del fandom de la boleta única es, como ya se dijo, que se termina el negocio de la impresión de boletas. La referencia es a las jugarretas que se suelen hacer con la plata que les otorga el Estado a las fuerzas políticas para ese fin, recurso discursivo ideal para ser acogido por candorosas almas republicanas. Ahora, licitación pública mediante, ese curro desaparecería.

Lo que termina ocurriendo, en realidad, es que el negocio de la impresión de boletas no desaparece, sino que cambia de manos y se concentra. En Santa Fe, desde la implementación del nuevo sistema, las licitaciones invariablemente son ganadas por tres empresas, de las cuales sobresalen por lejos dos: Boldt, el grupo enemigo de Amado Boudou en el caso Ciccone y dueño de casinos en territorio santafesino; y Artes Gráficas del Litoral (AGL), propiedad del Grupo Clarín en sociedad con el diario El Litoral de la capital provincial.

El elemento final de la argumentación en favor de la boleta única es, quizás, el más dañino. Y parte también de una premisa falsa: la boleta sábana es intrínsecamente mala y el voto a diferentes opciones políticas según la categoría es propio de votantes sofisticados. La pregunta obvia, aunque pocas veces dicha, es: ¿qué tribunal celestial dictaminó que eso es así?

Esa es la gran diferencia entre el sistema santafesino y el cordobés, que sí ofrece la chance de marcar una cruz en un casillero que engloba a toda la propuesta política. Las consecuencias de la modalidad descripta en esta nota son bien concretas y en ningún caso dignas del aplauso.

En 2011, primer episodio de la boleta única en Santa Fe, ya se observó el resultado de un mecanismo electoral que promueve la fragmentación del voto. Ganó la gobernación el Frente Progresista con Bonfatti a la cabeza, pero en el tramo de Diputados la triunfadora fue la peronista María Eugenia Bielsa. Otro tanto ocurrió con los senadores departamentales. El efecto saltó a la vista: dificultades de gobernabilidad. La derivación fue un pacto entre el Poder Ejecutivo y la Cámara Alta, incluido el bloque del PJ, para la creación del llamado “Fondo de Fortalecimiento Institucional”, que en la práctica consiste en cuantiosos recursos públicos para distribuir subsidios a discreción. Hubo causas penales por este caso.

El otro fruto visible es la proliferación hasta el infinito de periodistas televisivos, músicos populares y deportistas de renombre que son tentados –y mayoritariamente aceptan gustosos— a encabezar listas electorales. Es sencillo: si son cinco elecciones en una y desaparece el factor arrastre, es necesario un candidato taquillero para cada tramo. Más aún, teniendo en cuenta que se debe dibujar la cruz al lado de la fotito del postulante.

Se transforma así el sagrado acto del voto popular en una suerte de multiple choice entre famosos, una elección de productos en la góndola del supermercado electoral. Plantear que semejante distorsión implica un saneamiento de la democracia es un chiste de pésimo gusto.

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