Parte I (1897-1933)
“Lo que necesitamos es un poco de cariño, de celo, y menos olvido o desprecio por todo lo nuestro”
José Agustín Ferreyra, 1932.
Sabemos que el cine no es pura trama o entretenimiento banal, sino que pone en juego mecanismos de significación complejos que nos permiten, si queremos, tanto vislumbrar los rasgos principales de una sociedad como operativizar a través de símbolos elementos tradicionales. La propuesta de este espacio será dejar algunas huellas o líneas de guía para orientar a quien quiera conocer, profundizar o internarse en los espesos, divergentes y maravillosos caminos de nuestro cine.
Hacer un recorrido por el cine argentino es también desandar nuestra historia como Nación. Nuestro cine en su etapa clásica, que podemos ubicar entre los años 30 y 50, estableció un sistema de producción que poco tenía que envidiarle al del Hollywood, con fuertes rasgos identitarios que permitieron encontrar una voz propia, argentina, poniendo en juego nuestras tradiciones, pasiones y contradicciones. A pesar de ello, esta etapa ha sido profundamente olvidada y desdeñada. Olvido y desdén que comienzan desde el propio Estado Nacional, el cual durante décadas no se ha ocupado de conservar los fílmicos originales a través de una Cineteca nacional como lo han hecho casi todos los países (al menos los que tenían algo que conservar en materia cinematográfica). Por ejemplo, Francia tiene una de las cinematecas más importantes del mundo en manos privadas, pero con fuerte impulso e inversión pública; México y Chile tienen cinematecas públicas, e incluso países asiáticos desde la década del ochenta establecieron sus sistemas de protección y conservación cinematográfica. En una etapa de inversión en producción de cine, acompañada por un fuerte proteccionismo para las películas locales (solo un pequeño porcentaje de las carteleras podía estar compuesto por películas extranjeras), resultados de esa política de largo plazo son por ejemplo directores como Bong Jon Ho, que en 2020 arrasó en los Oscars con “Parasites”, especie de climax del proyecto cinematográfico surcoreano, Park Chan-wook (“Oldboy”) o Lee Chang-Dong (”Burning”).
Por esta falta de política de conservación en Argentina perdimos cientos de películas y otras tantas han quedado irremediablemente deterioradas, complicando el visionado y disfrute pleno de la película.
La preservación, puesta en valor, lectura y relectura de los productos estéticos que conforman nuestro tan rico acervo cultural es esencial para seguir fortaleciendo nuestra dignidad e identidad nacional. También opera sobre la autoestima popular saber que tuvimos un cine de primer nivel mundial con actores y directores magníficos, esa historia que ha querido ser ocultada y menospreciada, por ignorancia o malicia, nos proponemos humildemente recuperar y glosar en esta columna. Por otra parte, las cintas tienen un valor documental o de registro de formas de vida, lenguaje, vestimenta, etc, valioso insumo para que historiadores o académicos en general puedan sumergirse en el ethos de una momento histórico.
En este viaje a través de la historia cinematográfica argentina, abordaremos por entregas la ya mencionada etapa clásica verdadera época dorada, las etapas siguientes a la caída de los grandes estudios (como acontecimiento final del período clásico), la década del sesenta con un ojo puesto en las vanguardias europeas y dejando de lado la tradición clásica, el cine militante de los mismos fines de los sesenta y comienzos de los setenta, la postdictadura, que comienza incluso un tiempo antes de recuperar la democracia y para concluir con el último movimiento de cine nacional que surge a fines de los noventa producto de la crisis social, identitaria y de falta de horizontes individuales y nacionales conocido como “el nuevo cine argentino”.
El concepto de cine
Seguimos como marco teórico para entender el cine la teoría de Ángel Faretta, quién ha hecho escuela en cuanto al pensamiento sobre cine y manifestaciones estéticas y culturales en general. El centro neurálgico de sus ideas sobre el cine lo encontramos en “El concepto de cine”, texto recientemente reeditado en versión ampliada por la Editorial A Sala Llena. El autor identifica el nacimiento del cine como concepto, como lenguaje estético propio, en el año 1909 a partir de D.W. Grifith y sus cortometrajes “A corner in wheat” y “The lonely villa”. Se preguntará el atento lector con mínimas nociones de la historia cinematográfica canónica ¿y antes? ¿y los Lumiere?. Bien, la invención del cinematógrafo, como máquina, como elemento técnico capaz de proyectar imágenes en movimiento es una innovación tecnológica propia del liberalismo moderno e industrial francés, personificado por los hermanos Lumiere y por Thomas Edison en Nueva York. Las imágenes se presentan en un plano de horizontalidad óntica, se trata de capturar el momento en imágenes para inmovilizarlo e inmortalizar su dominio de clase. De hecho, como repite Faretta en sus clases, la primera película “Salida de los obreros de la fábrica Lumiere” de 1895, que retrata efectivamente la salida de los trabajadores de una de las fábricas de los Lumiere, es de hecho un control de personal.
La primera respuesta a esta visión del mundo es la de Georges Melies, que con su propuesta de realismo mágico abrirá un camino para resignificar el cine.
Pero será D. W. Griffith quien se opondrá finalmente y con rotundo éxito a esta mirada horizontal del mundo y utilizará la máquina en un sentido completamente inverso al que le dieron sus creadores. En el cine de Griffith, sureño derrotado en la guerra civil estadounidense, veremos cimentarse el lenguaje cinematográfico y el concepto de cine como oposición a la mentalidad liberal burguesa a partir de tres elementos fundamentales que nos permiten diferenciar cine de teatro filmado: la irrupción del eje vertical (que nos hace notar que no estamos en el teatro), puede tratarse de escaleras, el último piso de un edificio, etc, pero lo importante es pensarlo en términos de Mircea Eliade como “axis mundis”, como eje de comunicación entre lo terrenal y lo sagrado; el fuera de campo, que nos marca que nuestra visión tiene límites, no todo ocurre dentro del encuadre como en el cine de los Lumiere, hay fragmentos, piezas de la historia que se nos retacean, esto responde a recuperar una visión trágica del mundo en la que el entendimiento humano tiene límites; y por último el principio de simetría, por el cual se nos muestra la mano del autor al repetirse elementos, situaciones, palabras, objetos, etc, dentro del film, pero resignificados en cada nueva aparición, lo cual da cuenta de que hay un autor de la diegesis propuesta en el relato, una inteligencia ordenadora que, si se trata de un genio, hará que el azar tienda a cero.
Albores del cine argentino. Cine mudo
El cinematógrafo llega a la Argentina en 1896, provocando el terror de espectadores al proyectar en el Teatro Odeón “La llegada del tren a la estación”, de Louis Lumiere, que producía la sensación de abalanzarse sobre los aterrados espectadores. El importador del artefacto fue el belga Enrique Lepage, sus socios serán el empresario Max GIucksmann y el técnico y fotógrafo francés Eugene Py, quien será el realizador de la primera película nacional llamada “La bandera argentina” en 1897, que consistía básicamente en dos minutos donde veíamos a nuestra bandera flamear.
En el año 1900 las primeras salas de cine proliferaron en Buenos Aires, donde se proyectaban noticiarios y esbozos documentales, ese mismo año Py realizó otra de las primeras cintas nacionales, la visita del presidente de Brasil Campos Salles.
La primera película con un argumento será “El fusilamiento de Dorrego” de 1908, que junto con “La creación del himno” y “La Revolución de Mayo” de 1909 conforman una especie de trilogía de films imbuidos por el clima del centenario que se avecinaba realizados por Mario Gallo e interpretada por famosos actores teatrales del momento.
En 1914 tendremos el primer largometraje con un argumento ficcional, “Amalia” de Enrique García Belloso, basado en la novela homónima de José Mármol, con una impronta anti rosista por supuesto, se trata de un film propiciado por la alta burguesía porteña.
En esta primera etapa tenemos una expansión en términos de exhibición y de producción de películas, pero los registros ideológicos están delineados por los Lumiere y su cosmovisión positivista. El primer film en el que se atisba una tradición cultural e identitaria propia aparece en el año 1915, se trata de “Nobleza Gaucha” de Humberto Cairo, Ernesto Gunche y Eduardo Martinez. Estos últimos se ocuparon de la parte técnica del film mientras que el primero aportó el argumento. Es el primer éxito en términos de taquilla para nuestra incipiente industria, de ese éxito derivan la milonga homónima de Francisco Canaro, un remake de 1938 y la marca de yerba mate que conocemos. La película presenta un patrón, un peón, una muchacha criolla y la rebeldía del gaucho como elemento central tomado de la gauchesca, especialmente del Martin Fierro, texto capital argentino del que se extraen fragmentos para algunos intertítulos. La policía tratada como el brazo ejecutor de los intereses del poderoso y la entereza moral del gaucho opuesta a la villanía del patrón son elementos centrales de la película. Además, trabaja la relación entre el campo y la ciudad, en el clímax de la película, que utiliza las escaleras de la mansión del patrón como eje vertical, se nos muestra la irrupción del gaucho representando al campo en la ciudad para rescatar a la muchacha que el patrón había raptado para someterla a su antojo.
Se manifiesta con Nobleza gaucha una de las líneas claves de nuestro cine, el carácter popular. La solidaridad, el sentir y ser nacional se ubica en los barrios bajos, en el campo, en los sectores populares, mientras que los intereses extranjeros, la avaricia, la cobardía serán atributos de las clases altas. Como argumenta Karush en su libro “Cultura de clase”, la cultura de masas restituye a las diferencias de clase un lugar central y muestra la hostilidad de la cultura de masas hacia los ricos. Nobleza gaucha, marca un quiebre con la visión positivista y mercantilista anterior y abre al cine nacional hacia su identidad profunda, identificando los saberes, intereses y prácticas de los sectores populares con los intereses de la Nación.
Principales autores
La primera guerra mundial y la llegada de Yrigoyen al poder crean un clima propicio para la expansión de nuestra industria. En la década del veinte nuestro cine comienza a expandir sus fronteras hacia Latinoamérica luego de consolidar un mercado interno sólido a partir de audiencias casi exclusivamente urbanas, pero a su vez era un receptáculo de las producciones de Hollywood, lo que lleva a una especie de hibridación entre las influencias de producciones internacionales y la tradición local. Aparecen directores claves como:
- Edmo Cominetti, autor de mi película favorita del período “Bajo la mirada de Dios”, un thriller teológico muy similar en su argumento y temas a “I confess”, que Hitchcock filmará décadas después. También dirigió “La borrachera del tango” (1928) y “El adiós del unitario” (1929), primera experiencia del sonoro en un corto de cuatro minutos que inaugura lo que algunos críticos llaman la etapa tartamuda del cine argentino que va de 1929 a 1933, donde se dan los primeros experimentos con el sonido con resultados dispares.
- Quirino Cristiani que llevó a la pantalla el primer largometraje animado en el año 1917 titulado “El apóstol” que consistía en una sátira del presidente Yrigoyen.
- Federico Valle, director y productor clave del período que presentó en la pantalla algunos documentales de geografía nacional y otras películas que, a pesar de estar hechas por encargo, dejaban ver la mano del autor, como por ejemplo “La electricidad” de 1929.
- Jose Agustin Ferreyra, de quien se conservan solo tres películas a pesar de haber sido de los directores más importantes del período en cantidad y en calidad de películas (esto basado en lo que se ha escrito de los comentarios de la época por supuesto). “De vuelta al bulín” de 1926 basada en un tango homónimo de Gardel, trasladó al cine la ficción tanguera; articulada en base intertítulos en lunfardo puro es un magnífico ejercicio satírico sobre la masculinidad aparente del malevaje porteño protagonizado por una matriarca memorable. También se pueden ver, aunque en una calidad de imagen inferior, “Perdón Viejita” de 1927 y “La chica de la calle Florida” de 1922. Su principal inquietud artística pasa por representar los suburbios porteños elaborando una poesía de lo cotidiano, muy similar a lo que será dos décadas después el neorrealismo italiano.
- Edgardo Morera forma parte de la transición al sonoro con los cortos de Carlos Gardel de comienzos de los treinta, donde el zorzal criollo se para frente a cámara e interpreta sus canciones más populares. Por ejemplo, encontramos a “Yira Yira”, que incluye unos breves segundos de diálogo entre Gardel y el autor, Enrique Santos Discépolo que no tienen desperdicio. De yapa aquí, ya que hablamos de Gardel, podemos ver la primera película en la que él interpreta un papel menor llamada “Flor de durazno” del año 1917.
- Héctor Quiroga y Georges Benoît realizarán en 1919 “Juan sin ropa”, primera película de lo que podríamos llamar realismo social, donde se representan las reivindicaciones obreras de la época, signadas por acontecimientos como la Semana trágica, la Patagonia rebelde y las luchas de los obreros y hacheros de La Forestal en el norte de Santa Fe. Comparte con otras películas de la época la representación de la policía como elemento represor a las órdenes de los poderosos, encargado de mantener el status quo.
Casi doscientas películas se filmaron en la etapa que nos propusimos abarcar aquí, de ellas se conservan muy pocas, la mayoría se perdieron tanto por desinterés Estatal como por el material inflamable de los rollos. Una pequeña historia pinta este proceso de pérdida de patrimonio cultural. Federico Valle al encontrar a su productora en apuros económicos intentó vender sus películas al Archivo Gráfico de la Nación y al no obtener respuesta vendió los fílmicos para ser usados para la producción de peines. Si, el material para peines fue el triste final de grandes obras autóctonas.