Alimentos. El modelo de producción nos condena

En camino hacia un modelo de producción que no es conveniente para el país ni para sus habitantes. Menor producción de alimentos y más caros para el consumidor. Por Raúl Dellatorre

Ahora que la pobreza vuelve a ser un signo alarmante de la economía argentina, es oportuno recordar que no se resuelve saliendo a gritar ¡qué injusticia! Ni tirar la pregunta retórica, sin esperar respuesta, de ¿cómo es posible en un país como Argentina, con tantos recursos?

Tratemos de encontrar respuestas en vez de vomitar broncas. Y justamente, el por qué hay carencias con tantos recursos, nos lleva a indagar en un tema esencial del asunto: el modelo de producción de alimentos vigente en la Argentina.

Si lo que abunda es caro (éste no es el único caso, pero dejemos el resto para otra oportunidad), como sucede con los alimentos en relación a los ingresos de la mayor parte de la población, es porque “la libre competencia de precios” no está dando los resultados deseables. Y si no funciona la competencia es por una razón bien simple y digámosla para ir cortando camino: la mayoría de los rubros alimenticios están en pocas manos, manos que se constituyen en auténticos monopolios en la producción de cada rubro.

La mesa servida para pocos

Repasemos rápidamente para no reiterar cosas sabidas. Bebidas: tanto en gaseosas, como en cervezas y aguas minerales, el control monopólico de esos rubros es casi total. No así en vino, que es la excepción a la regla, donde abundan las marcas y la gama de precios es amplísima, ya que por una particular forma de comercialización, las pequeñas y medianas bodegas (que también son múltiples) tienen casi todas posibilidades de llegar a algún segmento del mercado.

Si vamos a otros rubros como fideos o arroz envasado, aceites, harinas y derivados, y también en los enlatados, no sólo existen marcas dominantes sino que las segundas marcas (a veces hasta las terceras) pertenecen a las mismas firmas dominantes. No compiten con sí mismas, sino que el propósito es dominar en los distintos segmentos de precios y calidad.

Esta práctica se asemeja al modelo de competencia oligopólica en el mercado de los cigarrillos, donde hay solamente dos grandes empresas, que compiten entre sí en varias canchas simultáneamente: las dos tienen cada una su marca de punta, la del gusto del consumidor masivo; las dos tendrán su cigarrillo de gusto más fuerte, así como el más liviano, para competir en esa franja. Las dos tendrán otra marca más barata, y así en cuantas variantes de consumidor se encuentre, descubran o inventen.

En el caso de los alimentos envasados, como fideos y otros, si tener en cuenta es que quienes importan, ¡son las mismas grandes productoras que dominan en la producción local!

Otro mito neoliberal cae a tierra: la apertura importadora no genera baja de precios por competencia.

Podríamos seguir la lista mencionando el caso del azúcar, la yerba mate, los jugos envasados, los lácteos y demás, para descubrir, o verificar sería más apropiado decir, que el mismo esquema de mercados monopólicos se repite. No hay libre competencia. Al contrario, reina el control monopólico.

Pequeños y medianos fabricantes

En su mayoría, no se trata de productos que en su elaboración demanden una tecnología inalcanzable para pequeñas empresas. De hecho, existen pequeñas firmas, incluso cooperativas, para cada uno de esos productos pero con un alcance logístico limitado a mercado locales  y sin posibilidad de acceso a los grandes mercados de consumo  de las áreas metropolitanas.

La ley de Góndolas, que preveía reservar un espacio en los escaparates para la oferta de productos pymes, jamás se aplicó en Argentina, por una razón muy simple: a los hipermercados, y a las grandes marcas de productos que comparten estrategias con esas cadenas, no les interesó medirse frente a esa competencia, y simplemente ignoraron la ley.

Tampoco hubo una demanda popular reclamando esa diversidad de oferta negada. Eso es parte del problema, pero un asunto aparte por el momento.

El uso de la tierra

Cada alimento requiere además, usualmente, de un insumo que se produce en la tierra. Puede ser un insumo exportable en gran escala, como el trigo y el maíz, o un insumo preferentemente destinado al consumo interno, como la yerba mate o el té.  Solo por citar ejemplos de referencia.

Lo que sucede con el uso de la tierra en Argentina ha tenido un proceso en los últimos años muy relevante pero poco conocido, al menos en sus alcances. Creció fuertemente la proporción de tierra destinada a la siembra de granos exportables (soja y maíz, principalmente), expansión que fue desplazando a otras explotaciones alternativas, inclusive tambos (producción de leche) o ganadería (vacuna, principalmente, desplazada a tierras marginales).

Pero, además, fue cambiando la identidad del sujeto agrario. ¿Quién produce hoy en Argentina? Los dueños mayoritarios de la tierra ya no son los grandes estancieros, ni terratenientes que tenían trabajando para ellos cientos de campesinos en vastas extensiones. Esas figuras emblemáticas del pasado fueron reemplazadas por grandes inversores que suman hectáreas como pueden sumar miles de bonos o títulos de deuda de éste o de cualquier gobierno. Compran campos con un único fin especulativo: ganar plata porque esperan venderlo más caros (en dólares) o explotarlo alquilándolos a quien le pague para producir en él. El dueño de la tierra característico de la producción agrícola actual no es campesino o estanciero. Es un financista probablemente millonario que el único campo que pisa es el del parque de su casa en el country.

Bien, ¿y a quién se lo alquila? En muchos casos, sobre todo si hablamos de los campos más rentables y productivos de la pampa húmeda, probablemente el locatario sea un fondo de inversión, los llamados pools de siembra, que administran la plata de uno o más inversores financieros, para que le rinda una tasa de ganancia interesante en una temporada de cosecha.

¿Cómo se logra? El pool paga el alquiler del campo, se lo da a un tercero para que siembre y luego coseche, y le paga a este el contrato por su trabajo recibiendo a cambio los granos cosechados. Estos granos son los que, normalmente, se le venden a un acopiador de la zona que, en general, es de propiedad de una de las grandes exportadoras cerealeras.

Es decir que el administrador del pool de siembra o fondo de inversión, tampoco tiene necesidad de pisar el campo. Lo alquila, contrata su explotación, vende el producto y ya está: consiguió así su resultado financiero.

Agricultura de tres pisos

Hasta ahora, tenemos dos grandes actores, el dueño de la tierra y el que vende los granos para la exportación, y ninguno de los dos “trabaja la tierra” por sí mismo. Son dos actores económicos esencial y definitivamente financieros. No productivos.

El tercer actor, el contratista, es quien con su capital, sus máquinas, el uso de semillas, fertilizantes y otros productos que componen el paquete tecnológico, será el encargado de sembrar bajo determinadas condiciones mecánicas y cosechar al finalizar el período para entregar lo producido en silobolsas que el fondo de inversión o pool contratante comercializará.

Si el destino principal es la exportación, el precio internacional determinará los valores internos. Así pasa con el aceite cuando el maíz, el girasol o la soja con la que se produce es, en otra proporción mayor de la producción, destinada a la exportación.

Pero si quienes deciden a qué producción se va a destinar el suelo son dos grupos de financistas que simplemente pujan por el precio de alquiler, entonces serán esos intereses financieros los que definan qué se va a producir, y qué no, cada año.

Es inevitable que, en esa lógica, prevalezca la producción de materias primas calificadas de “commodities”, un bien con precio internacional y demanda asegurada. Es decir, no hace falta salir a buscar comprador: éste ya tiene su barco esperando en puerto cuando el producto llegue.

¿Quién decide qué producir?

Acá hay un problema serio: la alimentación de la población no pesa en las decisiones, entonces no es extraño que se desabastezca o empiece a escasear determinado producto que forma parte de la dieta habitual en la mesa de las familias. Pasó en algunas épocas con la carne, y puede pasar muy pronto con la leche, ya que la leche en polvo ya pasó a ser un commodity y, por lo tanto, para las grandes usinas lácteas que dominan el mercado, exportar leche en polvo es el negocio más atractivo. Habrá leche para producir quesos para el mercado interno, pero muy caros, porque la demanda externa de la leche en polvo empuja para arriba los precios internos.

No tiene lógica si se lo mira con prioridad en el abastecimiento y la alimentación local. Sí tiene lógica si se lo mira como negocio financiero, y hoy prevalece esta última mirada. Sobre todas las materias primas agrícolas, en donde la exportación compite con la alimentación local.

También pasa con la yerba mate, si hay una apertura de mercado que autoriza a importar lo que sea. Al industrial yerbatero misionero, si le resulta más barato traer la yerba de Brasil en vez de cultivarla o comprarla al productor local, y nadie se lo impide, lo hará. Y venderá el producto envasado con su marca localmente, quizás sin que nadie se interesa por el origen de esa yerba. Mucho menos, por cuántos productores quedaron sin trabajo y cuanta tierra ya se dedica a otra cosa para no volver a producir yerba nunca más.

El rol del Estado

¿Resulta muy extremo el planteo? Lo extremo es dejar una economía en desarrollo, como la Argentina, supeditada a las decisiones de grupos financieros golondrina, que hoy hacen negocios acá y mañana vuelan a otras latitudes. Eso, en vez de tener un proyecto nacional, un modelo de producción que contemple tener una agricultura con agricultores, una canasta de producción que responda a las necesidades de consumo interna, una distribución regional de recursos que posibilite el acceso a alimentos, en precio y cantidad, a todos los habitantes del país.

Ello no se logra sin intervención del Estado, sin una planificación de la producción, sin tener precios de referencia de la producción no en función de la especulación internacional sino en función de costos locales y capacidad de pago de los consumidores o destinatarios.

Los monopolios, el poder financiero, el control de tierras por el capital concentrado, no desaparecen de un momento a otro por una ley o un paquete de leyes que así lo ordene. Pero su predominio señala el camino hacia un modelo de producción que no es conveniente para el país ni para sus habitantes. Menor producción de alimentos y más caros para el consumidor.

Vale la pena pensarlo, meditar e imaginar otras alternativas. Y es necesario hacerlo.

Imagen de portada: Paul Cézanne, Naturaleza muerta con calavera , (1898).

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