Modestia aparte

Entre la apatía y el nihilismo: la vida posible (que no viene con fuegos artificiales). Por Martina Evangelista.

El nihilismo y la apatía son conceptos que frecuentemente se confunden. El primero corresponde a la idea de que la vida no tiene sentido alguno, lo que lleva a la inevitable descreencia de todo. El segundo se refiere a no sentir emoción ni interés por absolutamente nada. Se podría decir entonces que el nihilismo es una postura filosófica, en base a la observación del mundo, mientras que la apatía es más bien un estado emocional: no implica necesariamente que la persona apática haya llegado a ese estado por un camino filosófico, sino más bien el hecho en sí es que no le importa más nada.

Supongo que todos y todas hemos pasado por estos estados, y los seguiremos transitando, queramos o no: uno, porque es verdad que nada tiene sentido, y dos, porque muchas veces lo que no rodea es realmente aburrido. Es lógico, es entendible. Y la mejor manera de transitarlos es aceptando un estado o el otro. Está bien que de vez en cuando no le encuentres sentido nada, y está bien que de vez en cuando no te banques a nadie. Lo que no está bien es que, mientras uno está nihilista o apático, se termine convirtiendo en una persona detestable o, algo peor, en una persona soberbia.

Estas últimas semanas entré en una apatía galopante: nada de lo que decían mis amigas me parecía interesante, ninguna novela me emocionaba, las materias de mi facultad me dejaban un sabor olvidable, ni siquiera me conmovían los videos de perritos en internet (eso sí fue una alerta). Pero esta vez probé otra cosa: en vez de desesperarme por volver a sentir, me dispuse a mirar. Ejercité una suerte de papel de antropóloga distanciada y fue así, mirando al mozo servirle con dedicación el café a una señora sentada en la banqueta de la barra, a mi verdulero limpiando la tierra de las papas negras, a una nena adoptando un gatito en el Parque Centenario, que empecé lentamente a sentir. Pero volví del todo en mí la otra noche, viendo una película que tenía pendiente: Silvia Prieto.

 El cine “minimalista” siempre me gustó, lo que a otros puede parecerle lento o sin mucha acción a mí me llena. Silvia Prieto es una película argentina de 1999 escrita y dirigida por Martín Rejtman, con la hermosa actuación de una joven Rosario Bléfari. La sinopsis no es muy extensa: fin de la década de los 90`s y una chica de 27 años recién separada decide dejar de fumar marihuana, adopta un canario y consigue trabajo como promotora de una marca de jabón para la ropa. También descubre que hay otras mujeres que se llaman como ella, otras Silvias Prietos. Es eso, no mucho más. Pero la manera en que Rejtman encara la cotidianidad, los vínculos, los trabajos y la rutina es de una naturaleza modesta y, a la vez, y, por eso, sublime.

Creo que lo que muchas veces nos lleva a la frustración y a la descreencia de todo es que continuamente nos hacen creer que todo lo que hagamos, todo lo que ideemos y elaboremos tiene que ser lo mejor, lo más extraordinario, la novedad, el boom, lo “verdadero”. Y en realidad, la mayoría de las cosas que pensamos en nuestras cotidianeidades y el día a día de cada uno lejos está de todo esto: habitamos las repeticiones y vivimos en la duda todo el tiempo. Realizamos cosas mínimas cada día, y la mayoría del tiempo, todo pasa muy lento.

Cuando terminé la película, quise más, y puse Los guantes mágicos, también de Rejtman. Es del 2003, post crisis financiera, y ahora el protagonista (interpretado por un joven Gabriel Fernández Capello, más conocido como Vicentico) es un remisero que también se separa y la verdad es que pareciera estar bastante apático. Luego del 2001, la vida de todos los personajes de la película está desbaratada, nihilista, y varios de ellos están deprimidos. Lo gracioso (y a la vez desesperante) de la trama es que a Alejandro todos quieren manejarle la vida: que deje de ir a bailar tan seguido, que deje de ser remisero, que invierta en acciones, que aspire a ser “alguien”, que aspire a más. Y él se deja manipular, deja que todos y todas se metan en su vida, en su economía, en su futuro y en sus relaciones. Pero hay algo en el fondo de su mirada que nos da indicios de lo que, al final, demuestra es lo único que quiere: bailar en un boliche, manejar tranquilo su Renault 12.

La simpleza y el minimalismo con los que trabaja Rejtman creo que son tan preciosos porque lo hace a partir de un tono muy alejado de la bajada de línea moralista o autoritaria. Demuestra nuestra vida de argentinos porteños clase media como lo que es: simplemente esa vida. Y es por eso que nos es tan fácil sentirnos emocionados y representados por esos personajes y esas historias: es que en realidad no somos tan fantásticos como creemos o nos quieren hacer creer. Y está muy bien que así sea.

A propósito de la modestia, leí el nuevo ensayo de Tamara Tenenbaum, Un millón de cuartos propios. En él, la autora, a partir de una traducción que hizo del famosísimo ensayo de Woolf, Un cuarto propio, nos cuenta las reflexiones que surgieron en el camino. Y una de las cosas que remarca de la manera en la que escribe Woolf es su tono: “No está presente en Un cuarto propio esa solemnidad del testimonio, esa especie de blindaje que parece insinuar voy a decir cómo son las cosas y lo sé porque y lo viví. Lo que hay, en cambio, es un tono de pregunta: lo que sobrevuela es un yo no sé cómo son las cosas, pero a mí me pasó esto, lo cuento aquí, lo pongo sobre la mesa, para ver si nos sirve para algo; y, si no, ni se preocupen, me lo vuelvo a llevar a casa y lo guardo para otro momento. Para Virginia contar la propia experiencia era un camino incierto, no una confesión; era, además, un medio, una vía, una forma de empezar a conversar para ver qué encontramos y no un fin en sí mismo”.

Tenenbaum habla sobre la modestia de la primera persona, en vez de la autoridad de la primera persona, y de la modestia como un método para poder poner sobre la mesa cualquier asunto del que se quiera hablar, sin la necesidad de creer que esa sea la verdad revelada. Este “método” entonces permite que podamos hablar con mucha más soltura, que le perdamos el miedo al decir, que se abran los debates y se muestren opiniones. A Virginia Woolf le interesaba de los relatos griegos el hecho de que traían verdades no científicas, “verdades que tienen que ver con la sensibilidad y la belleza, y no solamente con la inteligencia. (…) La verdad es diversa, se nos presenta en disfraces distintos; no la percibimos solo con el intelecto.”

Tal vez la salida de la apatía y del nihilismo sea simplemente no obligarse a ser “alguien”, a enseñar algo, a sostener una verdad por años. Saber que la mayoría de las cosas suelen no venir con fuegos artificiales, sino con el ritmo calmo de una vida que, aunque no tenga sentido, todavía se puede habitar. Y así, reconciliarnos con la idea de que nuestro mayor deseo sea simplemente seguir yendo a bailar, o manejar de noche tranquilos un Renault 12.

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