Mucho antes de que Lula llegara a la presidencia de la mano del Partido de los Trabajadores en el 2002, en las décadas de 1930, 1940 y 1950 Brasil vivió un conflictivo y turbulento proceso de democratización política y social, centrado en la figura de Getulio Vargas. A lo largo de esas décadas, su liderazgo despertó fuertes pasiones en un país que, a diferencia de lo ocurrido con sus vecinos del sur, Argentina, Chile y Uruguay, no había atravesado procesos reformistas o de apertura electoral en las primeras décadas del siglo. En esos años, las políticas económicas y sociales impulsadas desde el Estado por Vargas cambiaron sustancialmente la vida de las clases populares urbanas brasileñas y marcaron a fuego la historia del país. A comienzos de los años cincuenta, sin embargo, guerra fría mediante, buena parte de la oposición, crítica de las políticas sociales del gobierno y de su distanciamiento con Estados Unidos, radicalizaron sus posturas y tomaron la vía golpista. La inestabilidad creció velozmente. En 1954, cuando un golpe de estado parecía inevitable, Vargas sorprendió a seguidores y enemigos quitándose la vida en la casa de gobierno. Su muerte, y el testamento político que dejó, generaron inmediatamente una fuerte reacción popular que detuvo el alzamiento militar y dividió a las Fuerzas Armadas. En perspectiva, permitió también que, un año después, Juscelino Kubitschek y João Goulart, alineados con sus ideas, ganaran las elecciones y se mantuvieran en el poder hasta el golpe de estado de 1964.
En las páginas que siguen los invito a repasar la historia del varguismo, desde sus inicios de la mano del movimiento tenentista en la década de 1920, hasta las reacciones populares que produjo el suicidio de su principal referente en 1954. La apasionante historia de luces y sombras del movimiento político encabezado por Vargas constituye en nuestros días, más allá de las obvias diferencias, una valiosa cantera para pensar los desafíos que enfrentan las coaliciones de centroizquierda y los movimientos populares en América Latina. Una lectura urgente en los tiempos que corren.
Cuando Vargas no era Vargas
Como ocurrió en buena parte de América Latina, el impacto de la Gran Guerra produjo el aumento de los conflictos sociales y obreros en los principales distritos industriales, empezando por San Pablo. En este contexto, el descontento se hizo sentir también entre los oficiales jóvenes del Ejército, los denominados tenentes. El movimiento tenentista reclamaba leyes sociales para contener el conflicto social y, sobre todo, un Estado fuerte y centralizado para poner fin a la hegemonía de las «oligarquías» regionales. Si bien no tuvo la fortaleza suficiente como para forzar un rumbo reformista, constituyó, aún así, el principal movimiento de oposición en el Brasil «oligárquico». Todo cambió con la crisis de 1929, cuando la sobreproducción de café y la caída de los precios internacionales generaron una profunda recesión. Acorralada por la crisis, la élite paulista rompió la alternancia con la oligarquía de Minas Gerais, el acuerdo que había permitido una cierta estabilidad tras el fin del Imperio en 1889, e impuso por segundo período consecutivo a un presidente propio. La crisis política se propagó y tras una seguidilla de enfrentamientos se conformó una nueva alianza antipaulista encabezada por las élites de Minas Gerais, Rio Grande del Sur y Paraíba. La denominada Alianza Liberal. En este nuevo escenario, el triunfo del candidato paulista en unas elecciones marcadas por el uso de la fuerza tensó al máximo la situación. Si bien en un primer momento San Pablo logró contener los conflictos, el asesinato del gobernador de Paraíba y candidato a la vicepresidencia por la Alianza Liberal, Joao Pessoa, produjo un nuevo alzamiento popular. Apoyado por algunos sectores del movimiento obrero, se movilizaron también las fracciones del Ejército que simpatizaban con el tenentismo, así como los partidos de oposición que existían en diferentes estados. El gobierno paulista, sorprendido, no reaccionó a tiempo y fue derrocado. La presidencia recayó entonces en el candidato de la Alianza Liberal y gobernador de Río Grande, Getulio Vargas.
El surgimiento del varguismo
Como era previsible, tras el triunfo, afloraron las divergencias entre los diferentes sectores del movimiento revolucionario. Mientras por un lado las élites querían mantener el statu quo previo, redefiniendo solamente el reparto de poder entre ellas, los tenentes buscaban una reforma agraria que debilitara precisamente el poder de las oligarquías. Alentaban, además, el desarrollo de una política social similar a la que, aunque en un marco reformista, habían ensayado previamente otros países de América Latina. Consideraban también, en el marco de las discusiones propiciadas por la crisis, que era necesaria una política industrial que volviera a Brasil menos dependiente de las exportaciones de materias primas.
Apenas dos meses después de la llegada de Vargas al poder, la influencia del tenentismo se reflejó en la creación del Ministerio de Trabajo, Industria y Comercio y en la aprobación de leyes sindicales. Un corpus legal que convirtió a los sindicatos en organismos consultivos del Estado. Además, en 1932, el gobierno sancionó la jornada de ocho horas en la industria y el comercio, la reglamentación del trabajo femenino y de menores y la creación de las Comisiones y Juntas de Conciliación y Arbitraje. Vargas aprobó también un nuevo Código Electoral que estableció el voto secreto y obligatorio y un tribunal electoral para fiscalizar los padrones. Los analfabetos siguieron estando excluidos –lo que implicaba una limitación significativa dadas las altas tasas de analfabetismo– pero, aún así, los cambios fueron importantes. Además, se incorporó por primera vez a las mujeres, aunque, como ocurría con los hombres mayores de sesenta años, sin la obligación a votar. A tono con los debates del momento, se fijó también una cuota de representación corporativa elegida por los sindicatos, las patronales, los funcionarios públicos y los profesionales.
Ese mismo año, antes de que el nuevo código electoral entrara en vigencia, se produjo un levantamiento en San Pablo, la llamada Revolución Constitucionalista. Los insurrectos reclamaban el fin del gobierno provisional y el llamado a una asamblea constituyente. Más allá de su retórica principista, su inspiración era netamente conservadora. El principal propósito del movimiento era poner un freno a los tenentes y sus leyes sociales y restablecer el control sobre el gobierno central. Aunque la “revolución” fue derrotada, el gobierno de Vargas convocó a elecciones para conformar la asamblea, normalizar institucionalmente el país y elegir presidente. Las elecciones de 1933 inauguraron el nuevo reglamento electoral sancionado el año anterior. El resultado fue una intensa actividad proselitista y un nivel de participación inédito en Brasil. La Asamblea, por su parte, aprobó una nueva constitución que introdujo cambios destacados. En primer lugar, puso fin a la unicidad sindical al requerir solo un tercio de los trabajadores de una determinada categoría profesional para conformar un sindicato. Suprimió, además, a los representantes o delegados del gobierno, establecidos en 1931, y aumentó las garantías de los representantes sindicales frente a las patronales. Segundo, restableció las libertades individuales, suspendidas tras el golpe. Finalmente, la nueva constitución fijó la obligatoriedad del voto para las mujeres que ejercieran una profesión o una función remunerada. Una medida que colocó a Brasil a la vanguardia en América Latina junto a Uruguay.
El proyecto corporativista y el autoritarismo del Estado Novo
Por esos años, como en otros países europeos y americanos, el sistema político se estructuró en torno a dos polos ideológicos. Uno de derecha, la Acción Integralista Brasilera –de inspiración fascista–; y otro de izquierda, la Alianza Nacional Liberadora (ANL). Este último, liderado por Luis Carlos Prestes del Partido Comunista y otrora referente del tenentismo en los años veinte. Aunque opuestos ideológicamente, compartían la crítica al liberalismo y defendían la intervención del Estado, la planificación económica y la concreción de reformas sociales. Compartían también el diagnóstico de que era fundamental instaurar un gobierno central fuerte, capaz de doblegar a las oligarquías estaduales. En 1935, la Alianza Nacional intentó un golpe de Estado y Vargas disolvió el partido. Poco después, apoyado por los generales Góis Montero y Gaspar Dutra, encabezó un autogolpe y anunció la creación del Estado Novo. En línea con el modelo corporativista ensayado en Portugal, Vargas suprimió las instituciones de la democracia liberal y avanzó en una organización política corporativa, con especial énfasis en las relaciones entre trabajadores y patrones a través de los sindicatos oficiales. Asimismo, en lugar del congreso apoyó la creación de entidades técnicas conformadas por especialistas y miembros de las corporaciones. Un tanto sorpresivamente, el primer desafío al Estado Novo provino de quienes lo habían apoyado con más entusiasmo en un comienzo: la Acción Integralista. Desilusionados porque las reformas no tenían supuestamente la radicalidad esperada, pero sobre todo porque no habían logrado conquistar el poder, los integralistas intentaron un golpe de estado en 1937 que también fracasó y terminó con la disolución de su fuerza política.
A partir de entonces, con el apoyo de los sindicatos, el varguismo aprobó diferentes derechos sociales. Entre ellos, los denominados institutos de retiro y pensiones. A su vez, en 1940, estableció el salario mínimo, el Tribunal del Trabajo y el impuesto sindical, que fortaleció rápidamente a las organizaciones de trabajadores, esenciales en el proyecto corporativista de Vargas. Dicho proceso, concluyó, en parte, con la codificación de las leyes laborales en 1943: la denominada Consolidación de las Leyes de Trabajo. La expansión de los derechos sociales, sin embargo, tuvo limitaciones importantes. La principal de ellas fue el olvido del trabajador rural, al que no se tuvo en cuenta en la nueva legislación, y que constituía el grueso de la clase trabajadora del país.
Aun así, el impacto de la política social de Vargas fue importante y lo convirtió en un líder popular. En la prueba tal vez más elocuente de ello, tras su derrocamiento en 1945, se multiplicaron las movilizaciones a su favor. Los denominados “queremistas”, llamados así por el grito que los aunaba: “queremos a Vargas”. Por otro lado, a pesar del apoyo de los militares al candidato de la Unión Democrática Nacional, el principal partido de oposición al varguismo, el presidente electo por la asamblea nacional fue finalmente el ex Ministro de Guerra de Vargas, Eurico Gaspar Dutra, quien contó explícitamente con su apoyo.
A su vez, la constitución de 1946, que dio por terminado el Estado Novo y reinstaló la república y la democracia liberal, preservó los derechos sociales del período anterior. Vargas, entre tanto, fue elegido senador y en 1950 volvió a la presidencia obteniendo más del 50% de los votos, apoyado por el Partido Trabalhista Brasileiro que él mismo había creado en 1945.
El varguismo en la estela del nacionalismo popular
En la década de 1950, Vargas adoptó una tónica más nacionalista, en sintonía con la experiencia cardenista en México y lo que por entonces era el peronismo en Argentina. Ensayó también un cierto realineamiento geopolítico que, a la postre, resultaría clave en la crisis de su gobierno. Durante el Estado Novo, Brasil se había acercado a Estados Unidos participando en el bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. En contrapartida, entre otras cosas, había recibido apoyo norteamericano para la creación de la Compañía Siderúrgica Nacional. En los años cincuenta, sin embargo, en el contexto de la naciente guerra fría, Vargas comenzó a distanciarse de su aliado del norte. Cuestionó, además, los acercamientos previos de Dutra con el presidente norteamericano Harry Truman. Política que había derivado en la ruptura de relaciones con la Unión Soviética y la proscripción del comunismo. El viraje se consolidó con la Guerra de Corea, en la que Brasil no participó a pesar de las presiones norteamericanas. A partir de entonces, el Club Militar pasó a ser presidido por los sectores del Ejército favorables al acercamiento con Estados Unidos y la relación entre Vargas y las Fuerzas Armadas se deterioró velozmente. Asimismo, al enfriamiento de las relaciones con Estados Unidos contribuyó también el envío del proyecto de monopolio estatal sobre el petróleo, sancionado finalmente en 1953. Gracias a dicha ley, la empresa estatal Petrobras obtuvo el monopolio de las exploraciones, la extracción y el refinamiento de petróleo. Un proyecto diametralmente opuesto al avalado por Dutra en 1948. Por otro lado, las tensiones con la oposición, nucleada en la Unión Democrática Nacional, se ahondaron debido a la gestión de João Goulart en el Ministerio de Trabajo. De buenas relaciones con los sindicatos –incluidos los dirigentes comunistas– impulsó una fuerte suba del salario mínimo y profundizó la retórica a favor de los trabajadores. Un aspecto que también Vargas cultivó con más decisión en este período, denunciando el accionar «mezquino y antidemocrático de las oligarquías” del país.
Del golpe de Estado en ciernes al suicidio de Vargas
El malestar y la irritación de los opositores se profundizó entre 1953 y 1954. A su vez, la prensa multiplicó las denuncias de corrupción contra el gobierno y la oposición intentó incluso un empeachment que, finalmente, no prosperó. Como si fuera poco, el líder opositor Carlos Lacerda sufrió un atentado que empeoró sensiblemente el clima político. Aprovechando el contexto de inestabilidad, las Fuerzas Armadas –cada vez más enfrentadas a Vargas– le exigieron la renuncia y lo amenazaron con un golpe de Estado. Antes de que el alzamiento se concretara, el escenario cambió diametralmente cuando, sorpresivamente, Vargas se suicidó en el Palacio de Catete, la sede del gobierno en Río de Janeiro. En la carta que dejó al pueblo brasileño acusó a los opositores de conspirar con las potencias extranjeras para oprimir al pueblo. La reacción popular fue importante, tal vez menos virulenta de lo que el propio Vargas hubiera deseado, pero de todos modos significativa. La ira popular se concentró en los periódicos antivarguistas que habían denunciado hechos de corrupción finalmente no probados y en el líder opositor, Carlos Lacerda, que debió escapar del país. Las divisiones internas en las Fuerzas Armadas entre los sectores nacionalistas, que se habían mantenido fieles a Vargas, y los golpistas, cercanos a la Unión Democrática Nacional, de orientación más liberal en el plano económico, recrudecieron y el golpe de Estado se paralizó.
Al año siguiente, aplacado el clima de rebelión, la alianza de los dos partidos varguistas, el PTB y Partido Social Democrático, este último de base más conservadora, se unieron para dar el triunfo a Jucelino Kubitschek y a João Goulart, identificados con la política social de los últimos años de Vargas. Sumidos en el desconcierto, los sectores golpistas de la Unión Democráticas Nacional debieron postergar sus planes por una década, hasta 1964, cuando las Fuerzas Armadas apelaron a un nuevo golpe de Estado para frenar la profundización de las políticas de reforma impulsadas por el entonces presidente Goulart.