Este año se cumplen cincuenta años de la aparición de Educación Ambiental como proyecto educativo en el debate público internacional. Si bien hoy forma parte integral de la agenda ambiental de nuestra región, su historia se caracteriza por periodos de avances y otros de fuertes tensiones. La sanción en Argentina de la Ley de Educación Ambiental Integral Nro. 27.621, a mitades del 2021, abre las expectativas en un contexto de emergencia, marcado por la proliferación de conflictos socioambientales en nuestro país.
Un derrotero de medio siglo
Ningún proyecto político nace en una fecha y hora puntual, siempre emergen gracias a tantísimas experiencias y reflexiones que les dan forma, densidad y propósito. A pesar de esto, la historia produce efemérides para poder sintetizarlas e impulsar operaciones de memoria. La educación ambiental no es ajena a esto. Las demandas ambientales ya formaban parte de manera incipiente de las demandas juveniles del movimiento pacifista de la década del 60’, nutridas por la publicación del libro La primavera silenciosa de Rachel Carson o la divulgación preliminar del informe Límites del Crecimiento, investigación promovida por el Club de Roma.
La primera mención a la EA se dio recién con la Cumbre de Estocolmo, cuando en las primeras semanas de junio de 1972 se puso de manifiesto la necesidad de “adoptar las medidas necesarias para implementar un plan internacional de Educación Ambiental, de enfoque interdisciplinario, la educación formal y no formal, que abarque todos los niveles del sistema educativo”, como indica la recomendación nro. 96 de aquel documento labrado por la Organización de Naciones Unidas. Esta primera enunciación a la Educación Ambiental estuvo marcada por preocupaciones propias de las sociedades del norte opulento como la contaminación industrial, la caza indiscriminada de mamíferos marinos y los desbordes potenciales del crecimiento poblacional. La situación particular del sur global y las problemáticas vinculadas a la desigualdad social y el saqueo de los bienes naturales no aparecían en la agenda. Recién en las Conferencias de Educación Ambiental de Belgrado en 1975 y de Tbilisi en 1977 los postulados iniciales aportados por el informe del Club de Roma serían revisados, dando lugar a abordajes que incorporen las características culturales y regionales de las problemáticas ambientales, destacando además su carácter eminentemente social.
Latinoamérica y la educación ambiental
Hacia octubre del 74’ veríamos la primera respuesta latinoamericana al Informe del Club de Roma. En el marco del Seminario de Modelos de Utilización de Recursos Naturales, Medio Ambiente y Estrategias de Desarrollo (PNUMA-UNESCO) en Cocoyoc, al norte del estado mexicano de Morelos, la Fundación Bariloche expondrían su Modelo Mundial Latinoamericano. El modelo ponía el acento en los vínculos entre destrucción ambiental y modelos de desarrollo, en la desigualdad social que azotaba a los países latinoamericanos a la vez que señalaba las grandes asimetrías entre el norte industrializado y el sur global dependiente. La propuesta del MML iba en la dirección de buscar modelos alternativos de desarrollo que se adapten a las problemáticas sociales, a las características culturales y a las condiciones ecológicas de cada región. Para la Fundación Bariloche el rol crítico de la educación era esencial para asociar las problemáticas ambientales a las graves desigualdades sociales de la región.
Actualmente el criterio de compresión de los conflictos como socioambientales es el que está siendo adoptado por la mayoría de las organizaciones. Ya hacia 1976, en una coyuntura marcada por golpes de estado en toda Latinoamérica, se llevó adelante el Taller Subregional de Educación Ambiental para la Enseñanza Secundaria en Chosica, Perú. Allí se recuperaron los postulados del Modelo Mundial Latinoamericano y otras expresiones regionales. En esta ocasión se destacó el vínculo entre desigualdad y problemáticas ambientales, planteando la necesidad de una Educación Ambiental que aborde de manera integral las problemáticas ambientales y las del medio social. Aquí vemos cómo desde nuestra región se planteaba una agenda ambiental bien diferenciada de los paradigmas conservacionistas y neomalthusianos que caracterizaron las visiones del norte opulento.
Así, de manera casi subterránea, se logró establecer una red de vínculos entre científicos, escuelas, universidades, gobiernos locales, asociaciones y organizaciones de la sociedad civil. Como efectos de esto, hacia 1982 se formó la Red de Formación Ambiental para Latinoamérica. La red pudo desarrollar un programa de formación, colaboración e impulso educativo en materia ambiental en toda la región, pudiendo además editar y divulgar una importantísima selección de publicaciones sobre el tema que dieron lugar a la colección “Pensamiento Ambiental Latinoamericano”. Esta red se vio nutrida por las reflexiones y aportes de filósofos como los colombianos Augusto Ángel Maya y Ana Noguera, los ecólogos mexicanos Víctor Toledo y Enrique Leff. En la misma sintonía del pensar latinoamericano encontramos los textos de Gunter Rodolfo Kusch, siendo el libro La geocultura del hombre americano, aquel que más empalma con estas preocupaciones.
Uno de los puntos más altos en este proceso de afianzamiento del pensamiento ambiental latinoamericana tuvo lugar en Bogotá en el año 1985, durante el seminario Universidad y medio ambiente en América Latina y el Caribe. En el marco de este encuentro fue redactada la Carta de Bogotá, documento fundamental donde se establecieron doce puntos para incorporar las problemáticas ambientales dentro del quehacer universitario. En algunos de sus puntos destacan que hecho de la “dependencia económica y tecnológica de los países de Latinoamérica y del Caribe” y sus efectos sobre la cultura, a la vez que destaca la cualidad de la educación superior como formadora de capacidades científicas y tecnológicas para “movilizar el potencial productivo de los recursos naturales y humanos de la región a través de una producción creativa, crıtica y propositiva de nuevo conocimiento para promover nuestras estrategias y alternativas de desarrollo”. Este documento visionario anticipó muchísimos de los problemas que vemos en el proceso de integración del paradigma ambiental al sistema educativo.
Hacia finales de la década del 80’ y principio de los noventa se puede ver un importante cambio en el clima político que afecta notoriamente a las perspectivas de avances en la agenda ambiental. Hacia 1987 se publicó el informe Nuestro Futuro Común, donde aparecería por primera vez una noción con la que ha empapelado tanto programas gubernamentales como publicidades engañosas: el Desarrollo Sustentable. Esta noción polisémica le quitó centralidad al carácter social de la crisis civilizatoria para dar lugar a una agenda productivista y tecnoptimista. Esto implicó cambios en las perspectivas de una educación ambiental que venía bregando por una agenda de desarrollo que no sea a espejo del norte opulento sino aggiornada a las circunstancias y demandas específicas del Sur y en particular Latinoamérica.
Educación Ambiental Integral: potencias y desafíos
Será recién a finales de la década del 90 cuando se de uno de las experiencias más ricas en materia vincular y de promoción de diversas propuestas educativas ambientales: Un convenio de impulso a la EA entre la Universidad Nacional del Comahue y los trabajadores de la educación nucleados en la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA). Esta vinculación entre gremios y universidades evidenció una notable potencia para la consolidación de la agenda en ámbitos educativos, donde la formación brindada a toda una generación de docentes fue uno de los rasgos característicos. Fue en este marco de donde emergió el impulso para una legislación educativa ambiental en nuestro territorio nacional. El documento que da inicio a esta senda es el Manifiesto por la Vida, por una ética para la sustentabilidad, publicado en junio del 2002. De su escritura participaron pensadores ambientales como Carlos Galano (Argentina), Marianella Curi (Bolivia), Julio Carrizosa (Colombia) y Lucia Helena de Oliveira Cunha (Brasil), entre otros integrantes de una vasta red de docentes y activistas latinoamericanos. El documento señalaba que “la crisis ambiental es la crisis de nuestro tiempo. No es una crisis ecológica, sino social. Es el resultado de una visión mecanicista del mundo que, ignorando los límites biofísicos de la naturaleza y los estilos de vida de las diferentes culturas, está acelerando el calentamiento global del planeta. Este es un hecho antrópico y no natural.” en sintonía tanto con la tradición latinoamericana como con las preocupaciones del nuevo milenio. Entre sus propuestas, la educación para la sustentabilidad sería una de sus principales apuestas, con objetivos claros: “es la educación para la construcción de un futuro sustentable, equitativo, justo y diverso. Es una educación para la participación, la autodeterminación y la transformación; una educación que permita recuperar el valor de lo sencillo en la complejidad; de lo local ante lo global; de lo diverso ante lo único; de lo singular ante lo universal.” Educación al fin, para un mundo enredado en los derroteros violentos de sus proyectos culturales hegemónicos. Una educación para afrontar la actual crisis civilizatoria.
Veinte años han pasado, veinte años donde las organizaciones gremiales y ambientales fueron encontrando los medios para dar impulso y mayor dimensión a la Educación Ambiental, entendiéndola como apuesta para una Ética que de nuevo brío a los proyectos escolares. Dos décadas marcadas por avances y tensiones que fueron empujando a nuestro país a la sanción de la Ley de Educación Ambiental Integral en mayo del año pasado, a partir de un arduo trabajo realizado por diversos actores de la sociedad en el marco del Consejo Federal de Medio Ambiente, el Consejo Federal de Educación y el Ministerio de Educación de la Nación. Luego de varios intentos frustrados se consagra una legislación que ordena la política educativa desde una perspectiva multidimensional a través de la Estrategia Nacional de Educación Ambiental Integral (ENEAI), instrumento que orienta la planificación y los marcos de implementación de una política de ambientalización de las curriculas educativas. Por otro lado, los diferentes niveles del Estado quedan a cargo de desarrollar campañas de educación ambiental para la población en general, acompañando las iniciativas que emerjan de nuestra comunidad.
Sin embargo, son muchos los desafíos a afrontar. En los últimos años nuestro país ha asistido a la eclosión de múltiples conflictos ambientales en todo el territorio, con notable apoyo de organizaciones y la población en general. La preocupación por el impacto de las actividades productivas extractivas se ha ido transformando en una de las principales demandas en nuestra región. Se torna indispensable un abordaje de estos conflictos en ámbitos educativos para poder tramitar y comprender qué dramas sensibilizan a la población y qué estrategias locales, regionales y nacionales son necesarias para potenciar la transición productiva y energética que esta generación debe impulsar, lo cual implica un desafío tanto pedagógico como cultural. El ámbito escolar es idóneo por su capacidad de contener proyectos institucionales que sensibilicen, informen y comprometan a la diversidad de actores que participan de los ámbitos educativos.
Uno de los principales desafíos de la hora es la creación de iniciativas interdisciplinarias en nuestras instituciones educativas. Si bien este un horizonte deseable ya que facilitaría procesos pedagógicos de vinculación de contenidos y dislocaría la tradicional organización de los programas educativos, los cuales se hallan divididos en compartimentos disciplinares, este encuentro de saberes no es necesariamente sencillo. Como indica Flavia Teregi, la particularidad del formato escolar vigente es su organización en torno a tres disposiciones: clasificación curricular por especialidad disciplinar, asignación de docentes por especialidad y organización del trabajo docente por horas cátedras de cada materia. Esta estructura facilitadora del proceso educativo en un calendario anual planificado supone un importante obstáculo a la articulación y diálogo de saberes. Si bien se está trabajando en el desarrollo de contenidos transversales e iniciativas institucionales, las prácticas interdisciplinarias confrontan una y otra vez con este trípode de hierro de la educación. Algunas experiencias positivas que podrían allanar el camino para la integración de la perspectiva ambiental son las iniciativas vinculadas a Educación Sexual Integral y los diferentes abordajes posibles sobre Memoria en ámbitos educativos, caracterizadas también por ser temáticas donde es necesario trabajar desde la diversidad y con múltiples enfoques disciplinares.
Más allá de las dificultades que deben afrontarse y remediarse en los distintos niveles educativos, la educación ambiental avanza en otros ámbitos. En el nivel superior se multiplican los proyectos para ofrecer formación a estudiantes, graduados y docentes, a partir de programas abiertos, diplomaturas, y cursos de grado y posgrado que aborden la agenda ambiental de manera integral. Otro ámbito posible que resulta prometedor es el que fomenta la vinculación entre instituciones educativas y espacios naturales bajo gestión estatal: Áreas Protegidas, Parques Nacionales, Reservas Naturales son terreno fértil para el impulso de experiencias educativas donde las intervenciones pedagógicas se deslocalicen, donde el aula pueda mudarse al menos por algunas horas a un bosque, un humedal o un monte, donde el contacto directo con la biodiversidad sea un vehículo para su apropiación, la creación de un vínculo afectivo y un principio de defensa y protección de toda la singular belleza del mundo que habitamos.Las instituciones educativas tienen hoy una misión fundamental: sensibilizar y problematizar sobre los graves conflictos ambientales que se producen por el funcionamiento depredador de nuestro sistema económico y ofrecer medios para vincular afectivamente a las nuevas generaciones a partir del conocimiento de la naturaleza que nos rodea para comprometerlos en su cuidado. Como dice una antigua expresión popular: No se puede amar lo que no se conoce ni defender lo que no se ama.