Bien entrado el siglo XIX, la lluvia transformaba a Buenos
Aires en un escenario poco amable. Bastaba que el paseante
se alejara unas cuadras de la Plaza de Mayo para que sus botas
se hundieran hasta el garrón en un barro blanduzco y pegajoso.
El aroma del paisaje era pestilente. La ciudad contaba con un
sistema de delivery para las carnes que desataba una cadena
perversa de calamidades. La rutina era así: el carromato del
matarife llegaba hasta la puerta de las casonas ocupadas por la
gente decente y principal. Allí se descargaba un cadáver bovino de
frescura inobjetable y se procedía a desguasarlo según los requerimientos del cliente. La tarea dejaba apetecibles sobras que convocaban en diferentes turnos a los numerosos perros cimarrones que al caer la sombra se animaban al centro, luego a las ratas, (numerosas y de buen porte) y finalmente a los gusanos.
Las aguas servidas de la población se descargaban en el Río de la Plata, fuente a su vez del líquido recogido por los aguateros que luego lo repartían para el consumo humano.
La distancia entre ambos puntos de circulación hídrica variaba según los medios o la desidia del personal recolector. El gusto del café delataba las variantes.
Desde alguna residencia podía brotar el sonido de un clavicordio o el lamento de un violín. En las orillas, la negrura del cielo era rasgada ocasionalmente por el sonido de una guitarra.
Los toros no habían sido nunca un éxito social pero el teatro convocaba a los porteños con creciente fervor.
A la luz de las velas de sebo, en alguna habitación aislada, había quien escribía versos de mesurada rima o reflexiones políticas al
calor de disputas locales e ideas europeas.
¿Cómo explicar la metamorfosis de ese arrabal hispano en una metrópolis de afrancesada apariencia y una vida cultural que disputaba sus niveles de consumo con las grandes ciudades de Occidente?
En un primer tramo la respuesta se hallaba en una forma restringida en sus beneficiarios pero asombrosa en su volumen
del capital disponible.
El contrabando había hecho de Buenos Aires una ciudad próspera casi desde su origen. Pero con el tiempo habían empezado a crecer las fortunas agropecuarias, abonadas por el milagro de la renta agraria diferencial, esa bendición que reduce los costos productivos y aumenta con desmesura la rentabilidad del negocio.
Los protagonistas de ese fenómeno podrían asimilarse a lo que ocurrió en el siglo XX y gracias al petróleo con los jeques árabes.
“Riche comme un argentin” era una frase corriente en los salones parisinos y la traducción era innecesaria porque en el Plata había institutrices disponibles para educar en lenguas y modales a los futuros herederos. Los nacidos en el seno de las buenas familias pasaban su tiempo a voluntad en el viejo mundo. Pero al volver al terruño extrañaban el paisaje y ese universo creciente de objetos suntuarios al que habían accedido en sus viajes.
Para no sufrir una nostalgia así, empezaron a comprarse aquello que añoraban. Y así crecieron los palacios y los clubes y en ellos se amontonaron cristales y esculturas y fuentes y vestuarios.
Hay mucho de esos tiempos que aún permanece en pie.
Ocurre que esas ornamentaciones no eran suficientes para darle el lustre necesario a la aldea plebeya que ahora se jactaba de reinar en el Plata.
Las semillas monetarias no andaban sueltas. Cuando se iniciaba un proyecto se convocaba a los especialistas más prestigiosos.
Un día de 1908 Buenos Aires decidió darle su justa dimensión a un escenario para la lírica y, apenas nacido, el Teatro Colón se integró a la élite de las grandes salas del mundo. Hacia 1921 la actriz María Guerrero soñó con un teatro que albergara la producción teatral española. Con donaciones generosas de provincias del Reino, un
explícito apoyo del rey Alfonso XIII y aportes de todos los rincones de España, se alzó un palacete en Córdoba y Libertad que reproduce en su frente el de la Universidad de Alcalá de Henares:
el Teatro Cervantes. Para sobrevivir tuvo que pasar a manos del Estado.
En aquellos días, de los que todavía se habla sin explicar cabalmente la economía del momento, el tenor superstar Enrico Caruso viajaba más seguido a Buenos Aires que a Nueva York porque su cachet aquí era varias veces superior y contaba con actuaciones privadas igualmente jugosas.
Viendo a los millonarios de hoy en día es inevitable pensar que los
de entonces, al menos, no sólo hablaban fluidamente el castellano (e incluso otras lenguas). También publicaban revistas literarias y eran anfitriones de los intelectuales más brillantes del momento.
Digerido ese lujoso panorama, digamos que eran esos oropeles los que hacían que Buenos Aires fuera promocionada como una meca de la cultura. Y no es que haya en eso un error. Hay una omisión.
Porque a la sombra de los reflectores, lejos de los vestuarios fastuosos, bullía una sustancia nueva y heterogénea. Se filtraban voces en polaco y napolitano, las bibliotecas anarquistas destilaban autores irredimibles y, sobre todo, empezaba a crecer un manto artístico sin límites: el tango.
La cultura porteña es el cruce de esa mezcla adúltera de todo, de esos chispazos aristocráticos armonizando con el orgullo plebeyo de músicos, pintores, artesanos y poetas. Y en el aire de las veredas se alternaban el manto untuoso del puchero, la punzada picante del jrein y una memoria persistente de perfumes franceses, tabaco cubano y after shave inglesa.
En ese clima floreció el teatro independiente, y las peñas y esos reductos de dimensión variable y programas variopintos que son los centros culturales. Cuando el mundo académico se sacó el almidón y el gorilismo de encima, la arena cultural porteña se reveló tan fértil como la pampa húmeda. El rock & roll, las revistas subterráneas y las ferias de artesanías enriquecieron el espinel y Buenos Aires podía respirarse como una fiesta para todos.
En la revisión de la ciudad que intentamos en esta columna nos pareció pertinente volver a recorrer al azar los gozosos circuitos de la cultura. Y también en este aspecto, aunque los quiebres no sean evidentes para una mirada superficial, la decadencia y las dificultades están al alcance de la mano.
En principio, como en todos los frentes, los efectos de la pandemia fueron devastadores. El rubro nunca ha estado a la altura de la especulación financiera ni el blanqueo de divisas en lo que a rentabilidad se refiere. Por otro lado, las políticas específicas del Gobierno de la Ciudad tampoco han ayudado mucho. Y en ese sentido, el flagelo es precedente al coronavirus.
Amén de los costos tributarios (especialmente cargas como el ABL), la ley de mecenazgo tiene su perfil sombrío. Las grandes corporaciones y otros contribuyentes eventuales están interesados sobre todo en considerar lo que las ayudas pueden reducir sus propias obligaciones. Y la selección de asistencia a los amigos está a la orden del día.
Por otra parte, hay quienes denuncian que actividades sostenidas a pulmón por algunos centros culturales, son incorporadas al calendario oficial como si se tratase de iniciativas propias. La picardía no es menor, pero la acción del GCBA no se detiene allí.
Una tradicional acción de las autoridades civiles asistidas por las fuerzas del orden, son las irrupciones en reclamo del cumplimiento de las muchas ordenanzas que regulan las actividades públicas.
En verdad, esta actitud parece no tener a priori nada de condenable; sobre todo después de la tragedia de Cromañón. Ocurre que, fuera del volumen desmesurado de las multas, nunca deja de aparecer ese perfil sombrío de la condición humana. En castellano: los coimeros jamás desaparecieron del paisaje urbano.
Algunos estímulos de nivel nacional han permitido a algunos emprendedores culturales pagar deudas y evitar el cierre parcial o definitivo de sus espacios. Junto con ellos, Buenos Aires ha sido un territorio pródigo en iniciativas de reunión, solidaridad y asistencia.
Uno de ellos es MECA, Movimiento de Espacios Culturales y Artísticos de la Ciudad de Buenos Aires. Una de sus referentes, Lucía Kramer, nos comentó el eje de actividades de la entidad:
“MECA es un colectivo independiente y una de las acciones que primero nos ocupa es colaborar en que todos los centros puedan tener sus papeles al día en lo que a habilitaciones y otras exigencias se refiere”. MECA cuenta con una secretaría encargada de llevar adelante esta tarea para cada miembro que lo requiera. Paralelamente, el espacio se encuadra en otras acciones de militancia tales como la Comisión de Coordinación que
nuclea a los delegados de cada ámbito de referencia. A ella se suman las comisiones de género, comunicación y articulación.
Esta última se encarga de la relación entre las áreas culturales de nación y ciudad. En MECA se agrupa medio centenar de centros y en la próxima semana tendrán su primer plenario en Caledonia, un espacio localizado en Barracas (avenida Montes de Oca 973) que pronto podrá mostrar su potencial para convocar a distintos tipos de actividades.
Este tipo de militancia colabora de manera decisiva para contener los eventuales excesos de la Agencia Gubernamental de Control, el área encargada de fiscalizar y habilitar todo tipo de locales que reciban público.
Una de las quejas más frecuentes de los esforzados productores culturales porteños es que se usa una vara muy distinta para juzgar las condiciones de centros artísticos y bares de altos niveles de consumo.
En este panorama general hay un dato relevante: en 2023 se cumplirán dieciséis años consecutivos de gobierno de la derecha en la capital argentina, con una mayoría parlamentaria que le permite viabilizar sin demoras sus propios proyectos e ignorar olímpicamente los de la oposición.
La legisladora Maru Bielli es una de las impulsoras de la Ley de Emergencia Cultural, que registra la ruinosa situación del sector.
Un dato relevante es la constatación de la decreciente cifra que el voluminoso presupuesto local dedica al área de cultura.
Sólo para aportar un elemento comparativo, el Programa Cultural en Barrios recibe un diez por ciento de lo que el Gobierno destina al programa Nuevo Plan de Veredas. Si se compara lo programado en el presupuesto 2020 con lo ejecutado, cultura sufrió un recorte de 206 millones de pesos.
En la ciudad existen unos 450 espacios del sector. Allí se aglutinan teatros independientes, milongas, centros culturales y clubes de música. Todos ellos funcionan de manera autogestiva y son el núcleo básico de supervivencia para artistas emergentes o expresiones de vanguardia. Se ha demostrado históricamente la contribución de estos ámbitos a la otrora rica vida cultural de la ciudad y su importancia para que la ciudadanía tenga una oferta ampliada de disfrute de estos bienes. Sin una asistencia consistente, buena parte de esos oasis están condenados a la desaparición.
Bielli enumera a su vez los proyectos presentados por la oposición
para fortalecer estas actividades:
Emergencia económica para la cultura, Incentivo económico para editoriales independientes, Subsidio excepcional para trabajadores de la cultura, Incentivo económico a las librearías independientes, Asistencia para cafés y bares notables, Protocolo para generar contenido digital, Crédito para la creación de pasajes culturales, Creación de la noche de la cultura independiente. Y la lista sigue. Lo que tienen en común todas estas propuestas es que nunca llegaron a tratarse en la Legislatura. Para esa indiferencia basta con la desidia del oficialismo.
Para evitar desmoralizarnos con tanto daño evitable, pensemos que en cada elección se plantea la posibilidad de revertir este desfile triunfal de los negociados y la frivolidad. Porque si este es el perfil de la Reina del Plata, ya es hora de ir pensando en cómo terminar con esa monarquía abusiva y propiciar el nacimiento de una república para todos.