Y un día, finalmente, Cambiemos tuvo su bautismo de calle. Es en parte cierto: las semillas de lo que hoy es el oficialismo nacional (y muy especialmente el bonaerense, su alma mater) se plantaron en las ya célebres movilizaciones masivas del 13S y del 8N y en la que homenajeó al ex fiscal de la causa AMIA, Alberto Nisman. Pero esta vez -a diferencia de aquellas- se trató de una reivindicación explícita, sino del gobierno nacional, al menos de su estabilidad. Que, al ver de los manifestantes, ha venido siendo atacada por ocho convocatorias opositoras previas. Atribuidas todas ellas a un control remoto desde el que la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, cuyo retorno debe impedirse a cualquier precio, manejaría a todo elemento no cambiemista. Había que gritar basta.
¿Tan propiedad exclusiva del peronismo ha sido históricamente la calle? ¿No existió, acaso, una Marcha de la Constitución y la Libertad, que, un mes antes del 17 de octubre de 1945, reclamó la salida del GOU del poder? ¿No constituyó, luego, la celebración de Corpus Christi de 1955 un hito de rechazo ciudadano voluminoso a Juan Domingo Perón? En general, se observa al gentío no peronista que sale a plantar sus verdades con una sorpresa que no debería ser tal si se leyera con mayor detalle la Historia.
“El éxito de la marcha no se mide en números, que no es ése el territorio predilecto del segmento social que se hizo oír, sino en las transformaciones que produjo al interior del equipo gobernante”
Además de los antecedentes citados, Cambiemos obtuvo seis millones setecientos mil votos en las PASO 2015, y Mauricio Macri casi dos millones más en primera vuelta (el balotaje es otra milonga). ¿Por qué debería entonces sorprender la muchedumbre, menor a cualquiera de las que impugnó al Presidente y a sus políticas durante marzo, pero superior a lo que la previa lavada de manos amarilla, temerosa de un fracaso, hacía prever? Nada mal para un colectivo cuya organización no es permanente, rasgo que no debería enorgullecerlos: alguien que sabía dijo alguna vez que en democracia dura sólo aquello que se ordena.
En cualquier caso, el éxito de la marcha no se mide en números, que no es ése el territorio predilecto del segmento social que se hizo oír, sino en las transformaciones que produjo al interior del equipo gobernante. Veamos.
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Macri accedió a Balcarce 50 forzando la segunda vuelta con el 34% de los sufragios. Perón llegó a obtener 64% en 1951 y 62% en 1973. Es sencillo detectar allí una constante de voto duro no peronista. La habilidad de la entente PRO-Unión Cívica Radical-Coalición Cívica fue que esta vez elaboraron una arquitectura que no dejó afuera ni a una sola de esas voluntades. Para aprovecharse de la fractura peronista producida por los descontentos del kirchnerismo, cuyas dudas disipó recién para la tercera instancia del duelo electoral, cuando ya no había alternativas, pero al que fue seduciendo con paciencia y esmero a lo largo de todo aquel año.
Cada actor del elenco cambiemista tenía un rol asignado. Las diatribas de Elisa Carrió para contentar a quienes más irritados estaban (y están) con la ex presidenta CFK, y en el fondo, con el peronismo en sí. Ernesto Sanz jugó una precandidatura inviable para dar testimonio de la lista 3 de la UCR en el cuarto oscuro. Y Macri, y sobre todo María Eugenia Vidal, mostrando el rostro amable del artefacto. La dulzura de la gobernadora bonaerense ya es conocida, pero conviene recordar que el ex alcalde porteño hizo campaña en modo zen. Lejos tanto de definiciones concretas como de comportamientos extremos. Prometió conservar mucho de lo actuado por su antecesora y por Néstor Kirchner si vencía, y que nadie perdería nada de lo que tenía. Invitó a sumársele asegurando que bastaría con juntarse para que cada quien pudiera conseguir lo que anhelaba.
Si Cambiemos fue, al decir de Ignacio Zuleta, el Partido del Balotaje, Macri fue el candidato del balotaje. Se lo diseñó a medida para la ocasión.
“A uno y otro lado de la grieta, que no se cerrará porque resulta funcional, la consigna es borrar matices”
En los quince meses que lleva de gestión, el Presidente intentó, primero, sobrevolar desavenencias internas. No censuró los insultos de Carrió al presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, pero se cuidó de subrayar que, por lo menos en público, no los comparte. Dio vía libre a Vidal para que armara localmente con el massismo, y al presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, para que militase acuerdos similares, y aún más allá entre los justicialistas, a nivel nacional. Pero, al mismo tiempo, no amonestó a quienes hacen de la denostación de los herederos del general Perón la razón de sus vidas. Ésa ha sido la tensión principal de Cambiemos desde que es oficialismo: encerrarse asegurando las fronteras, o saltarlas para explorar la chance de crecer y eludir la incertidumbre de ser eternamente una minoría competitiva.
Al calor de las necesidades de gobernabilidad, primero descollaron los aperturistas, quienes así lograron que la administración camine parlamentariamente. Ahora, la cosa es distinta: con las consecuencias de su programa regresivo enfrentando al macrismo cara a cara con los afectados -y no con quienes no han acertado todavía a representarlos porque se pasaron de largo con la lógica colaborativa (no kirchnerismo), o bien porque no aciertan a reconstruir capacidad de daño real (kirchnerismo)-, lo cierto es que, puesto en jaque, el gobierno debía reaccionar. No porque le interesen mucho quienes lo interpelan. Macri no apuesta a caer bien en esa sociología, ya la da por ajena. Pero sí sería de temer para el jefe de Estado que, oliéndolo incapaz de domesticar el mando, el establishment le retirara su apoyo.
Sólo por dar un ejemplo, la posición de los bancos en el control de variables económicas ha crecido considerablemente en este tiempo: ¿qué sería de la salud financiera argentina si dejaran de confiar en quien hoy los expresa?
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Ya hace un par de semanas, el periodista Willy Kohan había avisado en una columna que el Gobierno apostaría todas sus fichas al defensivismo de retener su acompañamiento del turno inicial de 2015. Nada mal para una elección legislativa. El #1A, y más bien las señales que ha emitido el funcionariado en las primeras horas posteriores al episodio, confirman ese pronóstico. Macri no se anduvo con vueltas: calificó, textualmente, de mafioso al sindicalismo y a todos aquellos que no se subordinen dócilmente a sus decisiones. Antes venían emparentando cualquier disidencia con maquinaciones destituyentes K, para en realidad asimilarlas al mismo mero hecho delictivo al que reducen a Cristina Fernández.
A uno y otro lado de la grieta, que no se cerrará porque resulta funcional, la consigna es borrar matices. Hacia adentro, el debate también se saldó: somos delegados del no peronismo, esa será nuestra política, pareció decir Marcos Peña cuando opinó que en la marcha del último sábado se congregaron sus jefes. Y nada más allá de eso. Así, la CEOcracia también exhibió músculo humano con el que contrarrestar la sucesión de cachetazos a los que es acosada desde que estalló el escándalo por Correo Argentino. Con eso compraron crédito para insistir en su credo pese a la catarata de datos adversos que aconsejarían girar al menos un poco.
No habría que descartar que consigan lo que se proponen. La maniobra de 2015 fue quirúrgicamente exquisita como para desmerecer a sus ejecutores. Con una salvedad: entonces eran oposición, las miradas las concentraba otro, para colmo una intensidad avasallante como lo es CFK. Ahora es Macri el responsable de dar las noticias. Excesiva seguridad en lo que una tropa fiel tan pequeña puede proveer, sobre todo para un proyecto ambicioso como el suyo, lanzó su propia versión del “armen un partido y ganen las elecciones”. La edición original no tuvo suerte.
Tal vez sea que no le quedó otra opción. En cualquier caso, ha comenzado un partido nuevo, diferente.