Los únicos privilegiados

Episodio #35 de las “Memorias de un niño peronista” de Teodoro Boot.

Tengo la sensación de haber permanecido horas en el vano de la puerta color mierda de perro observando perplejo la mesa de la ventana de Gavilán: en el tiempo que perdí en la terraza haciéndome el Perón de los conejos, Friedman, De Santis y María Elena habían desaparecido. De su paso por el bar, apenas quedaba un sifón, dos vasos vaciados a las apuradas y varios platitos de ingredientes, todavía intactos.

 

–La historia de la Piraña confirma que las tendencias depravadas del Tirano Depuesto vienen de larga data –proclamaba en ese momento el doctor Rofo, acompañándose de ampulosos ademanes. Por un momento, me pareció estar viendo a la señorita Campostrini, directora del turno mañana de la escuela 24 del distrito escolar 17, peinada a la gomina y con finos bigotitos a lo Floren Delbene recitando el discurso del 25 de Mayo.

 

La sorpresa de encontrar la mesa vacía junto a la sospecha de haber permanecido en la terraza mucho más tiempo del que era conciente, me deben haber llevado a un estado de estupor semejante al de mi tía cuando de buenas a primeras y sin que viniera a cuento de nada se paraba en medio del patio para hablar sola.

 

Cuando mi tía se paraba en medio del patio para hablar sola emitía un largo chillido en el que los únicos sonidos medianamente comprensibles eran “¡Eheheheh! ¡Ihihihi! ¡Eheheheh! ¡Ihihihi!”.

 

Debía estar pensando en los infantes de Marina.

 

En este momento también mi mente parecía haberse descalabrado y mientras permanecía paralizado observando la mesa de la ventana de Gavilán sin terminar de tomar conciencia de que Friedman, De Santis y María Elena habían desaparecido, una parte de mí no podía dejar de tomar nota de las nuevas revelaciones del doctor, en tanto la otra se debatía en la incertidumbre: ¿cómo haría para darle el revólver a Polo?

 

A esa altura, ya no me quedaban dudas: sin armas los trabajadores estaban como desnudos, inermes ante la prepotencia de los oligarcas, que en última instancia era siempre violenta. Y en los militares no se podía confiar, insistía María Elena, que debía saber porque era maestra: a último momento iban a aflojar, como habían aflojado el año anterior.

 

Por lo que le había conseguido entender a María Elena, a Emilio y al propio Polo, de haber tenido armas los trabajadores hubieran defendido a Perón y hoy los únicos privilegiados seguiríamos siendo los niños argentinos y no los panameños.

 

–¿Las pirañas no son los pescados que se comen a la gente? –preguntó el Pelado.

 

–También era un jugador de futbol –explicaron a dúo Carlitos y Alberto Culacciati.

 

Esa tarde, el Mudo parecía de mal humor y había perdido su aire de filosófica resignación ante la imbecilidad general.

 

–Claro –exclamó–, ahora resulta que el que te jedi se encamaba también con Sarlanga.

 

Como los militares no habían querido, ni los trabajadores pudieron defenderlo, Perón se había tenido que ir a Panamá, donde valoraban mejor su obra que acá. Se lo había escuchado decir a De Santis, que –aunque mi viejo no lo creyera posible– hablaba por teléfono con el propio Perón.

 

La mirada desorbitada de mi tío Rodolfo saltó del Mudo al doctor, seguramente esperando una respuesta. ¿El Tirano Prófugo, se encamaba o no se encamaba con Sarlanga?

 

El doctor balbuceaba su desconcierto. Finalmente, después de grandes esfuerzos, consiguió emitir un sonido comprensible:

 

–¿Qué es una sarlanga?

 

Por culpa de los militares, dentro de unos años los muertos de hambre como Luis Federico Thompson ya no vendrían a parar la olla a la Argentina grande que debíamos a Perón. Perón estaría en Panamá y sería un Eduardo Lausse del futuro el que iría hasta la América Itsmica a ganarse el puchero.

 

¡Todo porque los trabajadores no habían tenido armas para defenderlo!

 

¿Cómo no va a saber quién era Sarlanga, dotor? –rió el Pelado– ¡El centrofobal de Boca! ¡Un crack! ¿No se acuerda de los seis pepinos que le metió a Atlanta?

 

El doctor no se acordaba.

 

Ahora, por culpa mía, el tío Polo seguía sin su arma. ¡Cómo había sido tan chambón de perder el tiempo con los conejos en vez de bajar enseguida a darle el revólver a María Elena!

 

–Calma señores –decía el doctor Rofo, que jamás había escuchado hablar de otro crack que no fuera el de la Bolsa de Nueva York en 1929– la Piraña a que me refiero no era un pez ni, mucho menos, un jugador de fútbol. Era una joven que en 1941, estando destinado en el regimiento de Alta Montaña, el Dictador conoció en la filial mendocina del Instituto Sanmartiniano y con quien convivió en su casa de la Quinta Sección. Su nombre era María Cecilia Yurbel y tenía 17 años.

 

–¡Ah! –suspiraron todos, hasta Pablito Serún.

 

–¡¿Cómo “Ah”?! –exclamó Miguel– ¿Y lo dicen tan campantes? ¡Sepan que eso es estupro!

 

¡Otra vez esa palabra! Me intrigaba tanto que por un momento casi olvidé el bolso con el revólver de Polo, las armas de los trabajadores y los únicos privilegiados y estuve a punto de sacar la libretita del bolsillo.

 

–Miguel tiene razón –aprobó el doctor–. Y en este caso también la historia enseña, porque pone en evidencia que ya aun antes de ser Tirano, el muy canalla gustaba de frecuentar a las niñas.

 

Seguía sin poder reaccionar, paralizado por la sorpresa y a mi pesar atraído por el relato de una nueva hazaña sexual de Perón. Con razón, a media voz, casi en secreto y aprovechando que estaba prohibido pronunciar su nombre, los pocos peronistas que quedaban habían empezado a decirle “el potro”, “el macho” o, más modestamente, “el hombre”.

 

No podía sacarme de la cabeza la idea de que me había portado como un auténtico chambón

 

De pie junto al mostrador, la indignación arrebataba la habitual palidez cadavérica del rostro de Miguel.

 

–Por unos pocos pesos, le compró la chinita a un pobre campesino de Rafaela.

 

Ahora la exclamación general fue de asombro. El doctor Rofo, sin embargo, se mantuvo en silencio, meneando la cabeza.

 

El tío Polo jamás me trataría de chambón. Y cómo iba a ser chambón yo si así, chiquito, con jopo y corte media americana, era el vivo retrato de Pascual Pérez. Y para el tío Polo, no había nada más grande que Pascual Pérez. Todo cuanto hiciera Pascualito y, más importante todavía, hicieran o dejaran de hacer los pascualitos, estaba mejor que bien hecho: estaba perfecto

 

–La chinita –decía Miguel– había sido cedida “para todo servicio”, desde realizar los quehaceres domésticos hasta satisfacer los caprichos de ese depravado.

 

Mientras mi tío había desparecido detrás de la heladera mostrador en busca de su dentadura postiza, el Mudo escupió con displicencia en la salivadera en la que arrojaba las colillas de sus Particulares Fuertes.

 

–Yia mi vascuchar cuando yame –murmuraba Pablito Serún

 

–Y encima se la trajo a vivir a Buenos Aires –prosiguió Miguel.

 

Pero para el tío Rodolfo, no. Para el tío Rodolfo todo siempre estaba mal. Por ejemplo, protestaba cuando derramaba el Cinzano de De Santis o la ginebra de don Manuel. Para el tío Rodolfo los chicos de ahora no servían para nada. Él, en cambio, había tenido que trabajar en una panadería desde los nueve años. “No había camas y tenía que dormir sobre la tabla de amasar, tapado con una lona, de lunes a domingo”, secreteaban mi vieja y mi tía que, aunque refunfuñaran, se mostraban siempre predispuestas a disculpar las rarezas de su hermano, que había tenido que trabajar como un burro desde muy chico.

 

El doctor carraspeó.

 

–En efecto, destinado el dictador en Buenos Aires, cohabitó con la Piraña durante un par de años en el departamento de calle Arenales y Coronel Díaz, pero la joven no era ninguna campesina analfabeta ni viajó en carácter de doméstica, sino de novia oficial del Dictador.

 

–¡Pero por favor, doctor! –se exasperó Miguel– ¡Si la seguía presentando como su sobrina!

 

La gente trabajaba como burro o como negro. Muy pocos lo hacían como personas. Mi viejo y mi abuelo, por ejemplo, habían trabajado como negros para armar el gallinero del fondo de casa, según explicaba mi abuela a Sergio, un sobrino recién llegado de España.

 

Era un gallego gigantesco de tupido pelo negro, peinado a la gomina, nariz respingada y cachetes colorados, que venía de visita con su diminuta esposa Nieves y un billete amarillo de cinco pesos que me daba de propina.

 

El doctor se desentendió de Miguel, al fin de cuentas, apenas si otro socialista a su servicio.

–María Cecilia Yurbel era muy atractiva –dijo–. Un artículo periodístico de la época la describe como “una joven de expresión desenfadada, esbeltas piernas y mórbidas caderas”.

 

Sergio asentía a las explicaciones de mi abuela, pero yo había visto a mi viejo y mi abuelo trabajar como negros en el gallinero y les puedo asegurar que no era gran cosa: es cierto que cuando yo me levantaba, ya llevaban un buen rato meta serruchar y clavar, pero al mediodía paraban para comer asado, por ejemplo. Y después dormían la siesta, porque al fin de cuentas y aunque mi abuela no estuviera muy convencida, los negros también eran gente. Mi vieja lo aseguraba durante los almuerzos de los domingos ante el escepticismo casi general. Había quedado convencida de que los negros eran personas desde que hacía unos meses mi viejo la había llevado a un cine del centro a ver Semilla de maldad.

 

Mi tío Rodolfo acabó de colocarse la dentadura postiza, a la que previamente le había quitado la tierra del piso con el trapo rejilla.

 

–Y por qué le decían Piraña –preguntó.

 

–¡No le decían así! –chilló Miguel–. ¡Era el Tirano el que le puso ese horrendo apodo!

 

Lo de trabajar como un burro, en cambio, me llamaba mucho la atención: ya parecía un asunto serio, una anormalidad de esas de las que sólo mi tío Rodolfo era capaz, casi comparable a cagar sifones.

 

A veces me asomaba a la puerta del bar para espiar cómo mi tío trabajaba como un burro, trajinando tras la cafetera express, preparando el especial de crudo y queso del diariero Miguel y, las más de las veces, buscando la pantufla que se le quedaba trabada entre el entarimado del piso y la heladera mostrador.

 

El doctor se desentendió de la discusión que se había suscitado entre Miguel y mi tío, a la que amagaban sumarse con su habitual entusiasmo Carlitos y Alberto Culacciati.

 

–Hasta que en un acto propagandístico realizado por el régimen aprovechando el terremoto de San Juan…

 

–¡No me hablen del terremoto!

 

La exclamación del Pelado atrajo la atención de Miguel, librando a mi tío de un aleccionador rapapolvo socialista.

 

–¿Qué te pasa a vos con los terremotos?

 

Pero no vayan a creer que por haber trabajado como un burro desde chico mi tío se daba dique: por lo que escuchaba y creía entender, aunque no quisieran reconocerlo, seguramente porque les daba vergüenza, también mi viejo, mi tía, mi tío Polo y todos los adultos del mundo habían trabajado desde chicos, excepto el Mudo, claro. Y el Pelado, y Carlitos y Alberto Culacciati, que no habían movido un dedo en toda su vida. Y el doctor Rofo, que ya era otra categoría de gente. Con decirles que se había criado entre sábanas de Holanda.

 

En el Atlas, Holanda se me hacía casi más chiquito que Panamá, que era donde había recalado Perón después de que el doctor Rofo lo echara de Paraguay. “¡Ni el polvo de tus huesos la América tendrá!”, rugía el doctor Rofo golpeando el mostrador con el puño tan lleno de verdades como cuando seguía contando la historia de la Piraña.

 

–Todo fue bien para la joven mendocina hasta que el dictador conoció a la joven Eva María Ibarguren, que como actriz se hacía llamar Eva Duarte.

 

–Una actriz bastante mediocre –acotó Miguel, que parecía Pipo Rossi moviéndose por todo el medio campo.

 

–Fue entonces que fletó a la Piraña de vuelta a Mendoza y se llevó a vivir con él a la actriz.

 

–¿Era más linda? –preguntó el Pelado.

 

Parece que el doctor no sabía de esas cosas. Se alzó de hombros.

 

–Era su enlace con Gerda von Astertoff, espía nazi que financiaba su ascenso político.

 

–Ahhhh –exclamaron todos, menos el Mudo.

 

Por las tardes, me llevaba el enorme Nuevo Atlas Mundial a la mesa de la cocina y lo abría en la página 240, América Ístmica. Ahí estaba Panamá.

 

Aunque el doctor no se diera cuenta, América Ítsmica también debía ser América, pero yo no terminaba de estar completamente seguro.

 

Lo primero que hice fue copiar la extraña palabra en la libreta, convencido de que en algún momento podría preguntarle a María Elena, que era maestra y conocía la escuela 24 del distrito escolar 17. Y mientras me inclinaba sobre el Atlas, mirando soñadoramente la foto de las esclusas de Miraflores, uno de los “más importantes dispositivos del Canal”, comprendía que en esas misteriosas tierras, desde la llegada de Perón estaba teniendo lugar un suceso extraordinario: nunca más los niños de Panamá habían tenido que trabajar como burros en ninguna panadería y se la debían pasar de farra, jugando a la pelota en la vereda.

 

“Ahora en Panamá, los únicos privilegiados son los niños”, anoté, para no olvidarme nunca.

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