La ley del garrón

Como no ocurría desde la dictadura, el macrismo activó la maquinaria judicial para perseguir y hostigar opositores. El hilo verde oliva que une La Plata, Exaltación de la Cruz y Comodoro Py. Pasado, presente y futuro circular de una práctica con karma.

El taxista había desplegado un cartelito que decía “Pan para el mundo” y dos suboficiales de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) lo sometieron a sus apetencias inquisitivas por interpretar que se estaba ante una inadmisible protesta política. El sospechoso en realidad esperaba el arribo de un integrante de la ONG alemana Brot für die Welt (Pan para el mundo) invitado al sínodo de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata. Una típica confusión represiva.

 

Tales malentendidos solían abundar durante la última dictadura. Tanto es así que en ese tiempo no era recomendable, por ejemplo, que un estudiante de ingeniería circulara por la calle con apuntes sobre “cubas hidráulicas” o que algún artista plástico se definiera como “cubista”. La soldadesca era proclive a semejantes yerros por la ignorancia paranoica que le inoculaban desde la cima del poder castrense. A su vez, sus jerarcas se suponían eternos. Y esto último derivó en una fuente inagotable de indiscreciones calamitosas.

 

El ex jefe de La Bonaerense, general Ramón Camps, fue al respecto una muestra palmaria dado que tenía el hábito de alternar sus tareas estrictamente “antisubversivas” con la escritura de sus andanzas. Prueba de ello es su libro Caso Timerman, punto final (editorial Roca/1982). Allí agradecía al abogado Jaime Lamont Smart y a otros siete funcionarios por “la asistencia brindada en la investigación y los interrogatorios tendientes a establecer el trasfondo del diario La Opinión”. Casi tres décadas después, tal frase fue el punto de partida del procesamiento de Lamont Smart, quien así se convirtió en el primer civil arrestado por crímenes de lesa humanidad.

 

Deslices similares son también perpetrados por ciertos seres nefastos del presente. La maniobra delictiva para encarcelar al gremialista Pablo Moyano es en ese sentido un caso testigo.

 

Hacía un tiempo trascendía que un juez platense (en aquel entonces aún no identificado) había recorrido los 148 kilómetros que hay entre su despacho y la localidad de Exaltación de la Cruz para visitar a una prestigiosa vecina del lugar sin otro propósito que exhibirle un expediente y reconocer que no tenía elemento alguno que le permitiera efectuar una detención muy deseada en las altas esferas. La anfitriona resultó ser Elisa Carrió. Cuando tal versión ganaba la calle, la propia diputada reveló (en un mensaje de WhatsApp enviado a un panelista del programa Intratables) que dicho magistrado era Gustavo Vitale, nada menos que el primero en atender la causa por asociación ilícita en el club Independiente, cuyas fojas eran utilizadas para “engarronar” a Moyano. Pero Lilita no fue la única en quedar pegada al asunto.

 

Por aquellos días Vitale ya había sido reemplazado por Luis Carzoglio. Lo cierto es que su conmocionante denuncia por presiones ejercidas sobre él desde el Ejecutivo provincial dejó a la intemperie a los insignes articuladores de la cacería del camionero; a saber: el ex secretario legal de la Gobernación y actual procurador, Julio Conte Grand (en calidad de organizador), y el fiscal de Lomas de Zamora, Sebastián Scalera (en calidad de ejecutor). El primero es ahora el gran comisario político de los tribunales bonaerenses y sus “aprietes” en ese ámbito ya son proverbiales. El segundo, por su parte, adquirió fama por su metodología de trabajo: elegir culpables antes de buscar las pruebas.
La maniobra habría contado con la colaboración orgánica de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), dadas las profusas reuniones de su jefe, Gustavo Arribas, con Scalera y sus colaboradores para “armarle” la causa a Moyano. Eso se desprende de una denuncia del diputado Rodolfo Tailhade (FpF) ante la Comisión Bicameral que fiscaliza (teóricamente) a la central de espías.

 

De modo que con esos actores (una diputada nacional, el procurador de la provincia y el máximo mandamás de la AFI) no hay ninguna duda de que el procesamiento antojadizo de opositores en una política pública. Claro que eso no es una novedad en sí misma. Y un extenso listado de ejemplos nacionales confirma la frecuencia de tal práctica delictiva. Pero nunca como ahora quedó tan dilucidada su cadena de responsabilidades en un caso específico.
Aún así, en medio del escándalo, Conte Grand denuncia a Carzoglio en el Concejo de la Magistratura. Y Scalera apela su resolución.

 

Un reflejo notable. ¿Acaso se suponen inmunes a la realidad? ¿Acaso habitan un mundo paralelo? ¿Acaso ellos, como otros sirvientes del macrismo, no son conscientes de que el advenimiento del futuro –con su correspondiente ordenamiento jurídico– es inexorable? ¿O acaso –al igual que los genocidas de la dictadura– se creen eternos?

 

 

Engarronados

El armado de causas penales contra inocentes en situación de vulnerabilidad social es desde la noche de los tiempos una de las industrias más pujantes de la Argentina y, a la vez, un deporte practicado con deleite por policías, fiscales y jueces. En la jerga tumbera al asunto se le dice la “ley del garrón”. Entre sus móviles resalta el deber de “hacer estadística” que rige para los comisarios, el apuro por cerrar algún caso de elevada exposición o la necesidad de encubrir a sus autores, aunque también son usuales las venganzas y extorsiones, además de la simple incompetencia de los investigadores.

 

En 2005 el Ministerio de Justicia bonaerense vaticinó que el 28% de los presos en su jurisdicción serían absueltos puesto que estaban procesados con pruebas inconsistentes y testimonios dudosos. Dicho de otro modo, sólo en esa provincia había cinco mil personas “engarronadas”.

 

Ahora, bajo la administración de la alianza Cambiemos –donde la tasa de encarcelamientos es la más alta de la historia provincial con 240 presos por cada 100 mil habitantes–, tal desgracia ya alcanza a siete mil personas. Típica inflación penitenciaria.

 

Sin embargo, ese no fue el único aporte macrista a la cuestión. Porque en los últimos dos años esta práctica ensayó un giro notable, una renovación cualitativa impulsada desde la cúspide del poder. Y consistió añadir al listado de sus víctimas a dirigentes opositores y ex funcionarios del gobierno anterior. De hecho, la causa por el Memorándum con Irán –hermanada a la increíble transformación jurídica de la muerte del fiscal federal Alberto Nisman en un “asesinato”– es su ejemplo más pornográfico.

 

Aunque, desde luego, tal operatoria no es un invento argentino.

 

Tal vez el caso Dreyfus haya sido el infortunio judicial más célebre de la historia del último siglo y medio. Su víctima; el capitán del ejército francés, Alfred Dreyfus, un oficial judío condenado injustamente por espionaje para la Alemania imperial. Ocurrió en 1894, antes de su envío a la Isla del Diablo, en la Guyana Francesa, pese a que en París ya se sabía la identidad del verdadero filtrador de documentos. El caso agitó los cimientos de la Tercera República, además de dividir a la opinión pública al compás del incipiente nacionalismo antisemita, entre otras disfunciones políticas difundidas por la prensa amarilla de la época. En la defensa del desventurado militar se alinearon intelectuales como Bernard Lazare, Georges Clemenceau y Émile Zola, quien el 13 de enero de 1898 publicó en el diario L’Aurore su aún recordado artículo “Yo acuso” (J’Acusse), que contribuyó a torcer el rumbo de los acontecimientos: en 1899, Dreyfus fue indultado por el presidente Émile Loubet. Sin embargo, recién en 1906 fue rehabilitado por la justicia.

 

Zola, por cierto, tendría un arduo trabajo en la Argentina actual en vista de las numerosas conspiraciones judiciales urdidas con finalidades políticas en los despachos del oficialismo.

 

Nunca desde el final de la última dictadura se había puesto en marcha un modus operandi semejante. Ni siquiera durante el menemismo, época en que el control de los magistrados tuvo el propósito de resguardar la impunidad de sus funcionarios pero no de perseguir a la oposición. De hecho, durante 32 años de democracia no hubo dirigente político que fuera hostigado a través del Código Penal por mandato de ningún gobierno. Hasta enero de 2016, cuando el virrey de Jujuy, Gerardo Morales, ordenó la detención de Milagro Sala. Su vía crucis dura hasta el presente.

Ya se sabe que desde entonces la lista se hizo extensa.

Los grandes medios naturalizan la cacería. Y los barones de Comodoro Py cumplen al pie de la letra: imputaciones sin sustento probatorio y prisiones preventivas para comenzar a “investigar”.

 

Espejos de la Historia

En esta epopeya de atrocidades no existe ninguna duda de que el juez federal Claudio Bonadío se lleva todas las palmas.

 

La historia argentina está atravesada por semejanzas. Y si hay alguien a quien Bonadio se parece es al inefable Próspero Germán Fernández Alvariño, más conocido como “Capitán Gandhi”.

 

Se trataba de un viejo comando civil, notoriamente chiflado, quien fue utilizado por los militares que derrocaron a Perón en lo que peor podía hacer un paranoico: la investigación de delitos. Así fue puesto al frente de la llamada Comisión 38, con sede en una oficinita del Departamento Central de Policía. Ante su escritorio desfilaron “sospechosos” de la talla del historiador José María Rosa y Héctor J. Cámpora, entre otros.

 

Allí, en aquel oscuro cubículo, el tal Gandhi despuntó su gran obsesión: probar que el suicidio del hermano de Evita, Juan Duarte –ocurrido en 9 de abril de 1953–, fue en realidad un asesinato ordenado nada menos que por el presidente depuesto. El asunto –sin duda un antecedente profético del caso Nisman– tuvo ciertos ribetes dignos de mención. En el marco de esa pesquisa, fue interrogada una antigua novia del difunto, la actriz Fanny Navarro.

 

Y tal vez para diluir la reticencia de la señora, Gandhi simplemente dijo: “Le voy a mostrar algo que la va a ayudar a recordar”.

 

Entonces puso en medio del escritorio una caja de cartón, y lo abrió con estudiada lentitud.

 

Antes de caer desmayada, ella alcanzó a ver la cabeza descompuesta de quien en vida fue el cuñado del General.
Fernández Alvariño tuvo la fortuna de fallecer sin ser juzgado por sus atropellos criminales.

 

Es posible que sus émulos macristas no tengan la misma dicha.

 

 

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