El abordaje sobre el tema de los aborígenes argentinos se encuentra cargado de subjetividades y prejuicios, comenzando por la misma palabra “aborigen”.
Ab-origen viene del latín y significa “desde el origen”, y no “sin origen”, como indigenistas de café manifiestan indignados. Así, como en muchas otras cuestiones que hacen a los pueblos indígenas en la formación de nuestro país, se establece un sentido común que oscurece tanto por “izquierda” como por “derecha”. En este punteo planteamos algunas ideas para la discusión del tema frente al amplio público de la militancia popular
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Los aborígenes (y podríamos tomar incluso el término “indios” para nombrar, como lo hacían las fuentes de la época y como se denominaban a sí mismos los caciques en las cartas que dictaban) no son, ni menos aún, eran «chilenos». Sólo pueden ser chilenos los que se reconozcan o hayan nacido en un territorio de soberanía más o menos efectiva de ese Estado-nación. Y, sobre todo, que lo hayan hecho con la conciencia de pertenecer al colectivo nacional “chilenos”. En todo caso, serian chilenos los que vinieron después de la consolidación de Chile en la zona de Araucanía.
Anteriormente, cuando tuvieron lugar las grandes migraciones, los pueblos que las protagonizaron (sin negar su origen transcordillerano, o sea, sin “ocultar” que eran originarios de la región del Arauco) se desplazaron dentro de un espacio que no entendían como “nacional”, ni creían estar atravesando fronteras nacionales al cruzar la cordillera, aunque sí eran conscientes de que se desplazaban de un espacio donde interactuaban con “cristianos” de Chile hacia un espacio donde la relación se daba con las autoridades porteñas (o cordobesas, mendocinas, puntanas) y, más tarde, argentinas. También sabían que al desplazarse de una región a otra deberían confrontar con otros pueblos establecidos previamente y que entraban en una competencia por el control de recursos y vías de comercialización de los mismos
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La discusión «chilenos» o «argentinos» es anacrónica y lleva al error. Como también es un error considerar a los indígenas mapuche como un colectivo étnico que abarcó desde el Pacífico al Atlántico. Ese colectivo nunca existió en esa dimensión ni en otra asimilable. Es ignorar que había otras etnias y etnias nuevas. O sea, que manzaneros, salineros, ranqueles, tehuelches, pampas, pehuenches y otra variada cantidad de tribus autónomas que se encontraban en toda la región, bajo ningún aspecto pertenecían a una única formación política. Más bien “indios” como colectivo era la identificación que se les daba desde el sector más confrontativo de la sociedad criolla, que al unificarlos como bárbaros pretendía eliminarlos y expulsarlos de la nación a construir. Hoy pueden considerarse mapuches los colectivos indígenas (o indigenistas). Quizás les sirva o les resulte útil para disputar con el gobierno, con los terratenientes o asumirse como un colectivo unificado. Pero, en su época, sus ancestros tenían orígenes diversos y eran entidades diferenciadas entre sí que trataban con el gobierno por separado y que tenían buenas, regulares y/o malas relaciones, y asumían una mayor cercanía o distancia en la construcción nacional.
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Los diferentes grupos indígenas que se formaron en los años de la primera mitad del siglo xix y algunos desde antes –ranqueles, manzaneros, salineros, etc.– son producto de guerras, mestizajes, agrupamientos de tribus de diverso origen. Calfucurá exterminó en los años 30 del siglo xix a gran parte de los boroganos, sin dudas; y los borogas eran araucanos llegados unos diez años antes que él. El mismo Calfucurá se instala definitivamente en la Pampa a instancias de Rosas y fue garante de la paz en la región durante más de una década. Miles de indígenas “amigos” asentados en las zonas de “frontera” (interna, económica) formaban en las filas del ejercito rosista o en las filas de los diferentes ejércitos provinciales y nacionales, tanto en la lucha contra otras fracciones criollas o en la lucha contra “indios enemigos”.
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Mapuche «es gente de la tierra». No se llamaban de esa forma a sí mismos los pueblos indígenas en el siglo xix. Sino que mapuches también podríamos llamarnos nosotros, si aprendemos el idioma mapudungun, ya que somos gente de la tierra. La adopción del idioma en el proceso de “araucanización” va de la mano, también, de la adopción de pautas culturales araucanas. Esto hace que muchas tribus, de diverso origen y grado de mestizaje, aparezcan dentro de un universo cultural común. El mapudungun es adoptado en forma muy extendida y es ahí la raíz de la identificación de todos los pueblos como “mapuches”, en cierta forma reaccionaria. Pero eso no es así: es como si los diferentes pueblos latinoamericanos fuéramos españoles porque hablamos el idioma de Castilla
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Pero ese universo cultural que abarcaba desde la Araucanía a las llanuras bonaerenses, no era aislado del universo criollo. La evolución de las tribus se da en íntima relación con la presencia inca, primero, hispana después y criolla finalmente. Se da en una relación de influencia asimétrica.
En el periodo español se forma un espacio económico dependiente de las “relaciones de frontera”, tanto en la adquisición de ganado en las pampas (por diversos métodos, que incluyen el malón) como de la venta del mismo a las poblaciones criollas de Chile. Y, a la sombra de esas relaciones, crecen y se fortalecen, decaen y desaparecen, jefaturas y grandes liderazgos.
«La discusión “chilenos” o “argentinos” es anacrónica y lleva al error. Como también es un error considerar a los indígenas mapuche como un colectivo étnico que abarcó desde el Pacífico al Atlántico»
En esa amplia región que abarca desde la “frontera” hasta el sur de Chile (o sea, las provincias enteras de Río Negro, Neuquén, La Pampa, y partes importantes de Córdoba, San Luis, Mendoza y Buenos Aires) se estructura una formación social en la que la explotación de ganado y su comercialización, las “raciones” de los gobiernos argentinos y los pactos, permiten la existencia de jefaturas que nacen a partir de estas relaciones.
Las relación de los indígenas con los diferentes pueblos criollos tuvo dos planos; uno, el parasitismo de las “raciones” y la captura de ganado, y otra, el intercambio comercial y laboral que, en algunos casos, como la de los patagones y la colonia galesa, fue central para su supervivencia
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Mapuche no era una «identidad» colectiva. No había una “nación mapuche” que ejercía algún tipo de gobierno común en una amplia región, ni en ningún momento existió una jefatura mapuche, ni una confederación mapuche o araucana. No hubo una unidad política de ningún tipo entre los pueblos de la región, excepto en momentos puntuales de agresión generalizada por parte del Estado, con Bartolomé Mitre en el 50, y hacia el final de la campaña de Julio Roca. Eran sociedades donde las relaciones de parentesco, la reciprocidad asimétrica, las alianzas coyunturales permitían la existencia de grandes acuerdos para los más famosos malones, pero también ese sistema de acuerdos se desestructuraba con igual rapidez.
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“Araucano” define a los pueblos de Chile y lo toman los españoles de los incas (auca: guerra o guerrero). Por otra parte, mapuche es una construcción étnica posterior a la conquista. En dos fases, una en la supervivencia de ese único idioma para un conjunto de pueblos. Y segundo, ya destruidas las estructuras tribales étnicas previas a 1880, como una forma de generar una identidad de resistencia de los marginados en la construcción de un Estado-nación excluyente.
Pero araucano no es un insulto ni una denigración; su único problema es que designa a pueblos asociándolos con una región del actual Chile. Y una gran parte de los pueblos del lado argentino tenían un origen local y/o mestizo. Por ello debemos tomar todas estas identidades con cuidado y no hacer de ellas cosas que no fueron. En general, se usaba la idea de “chilenos” a los indios agresivos, aunque había entre los indios amigos que paleaban junto a las fuerzas del Estado aborígenes que también eran “chilenos”. El caso del cacique Venancio es muy claro: llegado de Chile se asentó en Bahía Blanca en la época de Rosas, figuró como hacendado y como fuerza de defensa de la fortaleza, hasta su muerte a manos de indios enemigos del Restaurador.
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Las migraciones más numerosas desde la Araucanía sí se producen. Negarlas en función de una lucha política presente es un error. Era una región mucho mas poblada, chica y con una fuerte presión del naciente Estado chileno en la «guerra a muerte» de la década de 1820 (durante las guerras de la Independencia, una parte sustancial de los indígenas de allí fueron «realistas») con más riqueza y espacio. Son migraciones en muchos casos, movimientos temporales en otros, son masivos y conflictivos. Comienzan en la zona cordillerana hacia fines del siglo xvii pero son desequilibrantes de la demografía en el siglo xix.
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Los pueblos indígenas confrontaron entre sí. Las guerras inter-étnicas fueron, naturalmente, muy duras, sobre todo a partir del siglo xix. Los enfrentamientos de los araucanos con los tehuelches existieron (algunos tomaron carácter casi mítico: la batalla de Languiñeo, Barrancas Blancas y Shótel Káike, que quedaron en la tradición oral). Fueron parte de este movimiento de pueblos y de la “araucanización” que llevó al establecimiento de una nueva estructura social en la región. Pero no hay que exagerarlos y hacer de ellos “la desaparición tehuelche por la conquista genocida mapuche”.
Los tehuelches siguieron presentes como tales, o como parte de las nuevas etnias nacidas en ese periodo. Los manzaneros eran, en gran parte, descendientes de tehuelches, en toda la costa patagónica, la cuenca del Chubut y hacia el sur, eran tehuelches. Además, de igual violencia fueron los combates entre los tehuelches, entre «araucanos», entre criollos, y en la mayoría de los casos con formaciones mixtas cuyo encuadramiento étnico no es posible de realizar.
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La absorción cultural de gran parte de los tehuelches por los araucanos no necesariamente es un extermino: una cultura más fuerte, con mas experiencia guerrera y mejor preparada materialmente como la araucana va «araucanizando» la zona, y eso se traduce en la adopción del idioma por una mayoría, como también de las pautas culturales, aunque otras se pierden. Las tribus se adaptan al esquema productivo “extractivo”, comercial ganadero, de la pampa. Por eso, el término “mapuche” no sirve, históricamente, para definir a ese conjunto de pueblos. En realidad, lleva a un racismo superado y bastante nocivo (identificación de «raza» y nación), y más complicado si consideramos el origen étnico de los argentinos, que, como sabemos, somos infinitamente diversos. La Argentina no puede asociar su identidad a “etnias”, ya que ese camino disuelve la identidad que tiene como sustento una nación.
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Es clara la estrategia diferenciada de las diferentes tribus en el hecho de que tantos indígenas formaran en las filas del ejército nacional. De hecho, la derrota de Calfucurá en 1872, en la batalla de San Carlos (una dura derrota), es una victoria de Catriel y Coliqueo, quienes aportaron la mayoría de los hombres.
Durante la época de Rosas, la seguridad de la “frontera” económica, descansaba en los “indios amigos”, cuyas lanzas superaban en número a los milicianos y al ejército en muchos puntos. Calfucurá mismo era parte de ese esquema de seguridad en toda la región.
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Considerar genocidio a la ocupación por el Estado de las tierras del sur es un error, ya que lleva a la idea de “desaparición” y, por lo tanto, se asocia a la idea de reemplazo de población. Eso no fue así: la gran mayoría de los indígenas sobrevivieron, de diversas formas. Pero lo hicieron a partir de su eliminación como sujetos políticos, no físicos, y de su separación de las tierras que habitaban.
Es de destacar que, aun en la concepción de la época, se les podría haber entregado tierras en alguna forma de propiedad. Esa era una línea de trabajo de una parte sustancial de la elite, poblar con los indígenas, establecer colonias mixtas de indios e inmigrantes, etc.
«Considerar genocidio a la ocupación por el Estado de las tierras del sur es un error, ya que lleva a la idea de “desaparición” y, por lo tanto, se asocia a la idea de reemplazo de población»
Los aborígenes representaban una cantidad de personas que rondarían las diez mil familias, exagerando el cálculo. Podían llegar a ocupar una porción menor del conjunto de tierras a distribuir. La decisión de separarlos de la tierra y entregarles tierras marginales, o distribuirlos entre la elite, la iglesia o el ejercito, o volverlos trabajadores anónimos, fue una decisión política asociada a una forma de producción agraria que no contemplaba la distribución de la propiedad. Tuvo que ver con la decisión de la clase dominante de establecer una única forma de desarrollo del capitalismo agrario a través de la inversión extranjera y de grandes extensiones de tierra para la producción hacia el mercado externo: a partir de ahí “todos los indios son malos”.
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De hecho, aunque les sorprenda a los «blancos» de hoy (“blancos” culturales), sólo informados por un mal entendido sentido común y por simplificaciones que emanan de disputas políticas en el seno de la antropología o la etnohistoria, una mayoría indígena para 1870 había aceptado al «superior gobierno argentino», como expresan todas las cartas y tratados, escritos por los mismos caciques indígenas, o entre autoridades criollas, o debates parlamentarios. Una aceptación con homenaje a la bandera, servicio de armas o de policía, en términos mas bien «federales» (algunos ya eran directamente fuerzas del ejército). Esto era mayoritario en la Patagonia pero también muy numeroso en la región pampeana.
El proceso no era novedoso: tenia sus raíces en la colonia, y fue avanzado con Rosas. Con varias rupturas en el medio. No era pacífico: los malones existían y eran sangrientos, como las expediciones militares de “castigo” lo eran igual o más. A veces eran sólo maniobras políticas, muchas veces como parte de una “diplomacia” armada, otras, por su raíz económica. Sin embargo el proceso daba cuenta de un avance del reconocimiento del Estado nacional por parte de una mayoría de las tribus. La guerra es un proceso político militar que da cuenta de la formación del Estado argentino (y de todos los Estados) no sólo respecto de los pueblos indígenas.
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Lo que cambia en torno a 1880 es una actitud mayoritaria y hegemónica que desconoce la existencia de tribus con las cuales “tratar”, exige una subordinación absoluta (y disolución en la práctica). Se decide «destruir» los colectivos étnicos y sacarlos de las tierras que sean productivas. Situación que es nueva y no había sido tan radical y extendida hasta entonces, ya que hasta entonces la creencia había sido, como expresaba Foyel (cacique de la zona de Chubut), la creencia dea que: «acá hay lugar para todos».
En algunos destacados casos de la elite criolla había conciencia de la necesidad de poblar y de que los indios podían transformarse en ganaderos y agricultores como cualquier otro. Pero la construcción del Estado, la definición de las fronteras, de un mercado nacional y forma jurídica y militar unificada, y la definición de qué soberanía se ejercería efectivamente en esas amplias regiones, sería definida en ese momento. Debía ser definida por el Estado argentino (cuyos títulos jurídicos y socio-históricos eran sólidos) o por cualquier potencia o Estado que estuviera en condiciones de hacer efectiva la dominación política sobre todo o una parte del espacio territorial en cuestión.
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Hasta ese momento, los tratados buscaban absorber a los indígenas, «someterlos al orden» como decía Rosas. Que se asentaran en un territorio fijo, eliminaran el sistema de justicia tribal de «venganza» y los delitos fueran sometidos a la justicia criolla, las lanzas presentaran servicio militar en la guardia nacional en forma formal, etc.
En la práctica, proletarizarlos de a poco, o hacerlos campesinos y (a algunos, varios caciques) hacerlos propietarios más importantes. O sea, «civilizarlos», como expresaba el lenguaje de la época. De hecho, el debate en sectores de la elite se sostsuvo con posterioridad y durante la misma época de la ocupación definitiva. Destacados militares, exploradores y políticos se preguntaban: ¿no deberíamos aprovechar a los indios para poblar, como ejercicio efectivo de la soberanía? Pero fueron voces ignoradas por el avance de una formación económica oligárquico-terrateniente-exportadora, que se impuso en forma arrolladora.
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Finalmente, y como sabemos, «campesinos» no hubo o hubo muy pocos, ni indios, ni criollos, ni inmigrantes.. La proletarización se produjo a la fuerza y a garrotazos, en unos pocos años, Y a los «indios amigos», cuya estrategia de incorporación al Estado naciente era de una negociación que les permitiera preservar formas de auto producción de la tierra, les quedó la peor parte (igual que a todo el resto de los argentinos trabajadores). Sin dudas, a los indios les tocó lo peor: cargaban con las definiciones de Sarmiento a favor de su exterminio, pero ni Roca llegó a tanto como se suele suponer.
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El estudio y recuerdo de la problemática aborigen no debe llevarnos a romanticismos anacrónicos, ni a idealizaciones conservadoras de un pasado idílico que no existió, salvo en la “invención” que se pueda hacer. Por el contrario, debe servirnos para reinstalar en la agenda nacional la problemática de la tierra, del derecho de los desheredados, dee quién, cómo y para qué se utiliza nuestra tierra. Y la cuestión de nuestra identidad nacional como un tronco de muchas raíces aún vivas que se encuentra en plena formación, que si no lo cuidamos y alimentamos puede secarse o enfermarse, volviendo a nuestro país aún más vulnerable.
La solución a la cualquier crisis tiene siempre dos caminos posibles: el autoritarismo y la represión con la eliminación de los rebeldes y el establecimiento de una estructura estable mas injusta, o las reformas que den cuenta de los problemas estructurales, que eliminen las razones de la protesta y no a los que protestan, dando nacimiento a una nueva sociedad, más avanzada, independiente y justa. También, como dicen los clásicos, existe una tercera alternativa: el hundimiento de esa sociedad.