El decreto

Episodio #31 de las "Memorias de un niño peronista", de Teodoro Boot.

El tío Polo andaba con putas y escondía un revólver. Y lo buscaba la policía. Y era peronista. ¿Pueden imaginar algo más?

 

A mis ojos de niño intoxicado por la doctrina del Tirano Prófugo y ya convertido en agente secreto peronista, el tío Polo pasó a ser casi un héroe de historieta.

 

Como todos los chicos del barrio y la familia, siempre había idolatrado a Polo, el más jovial de mis tíos, el más divertido de cuantos adultos había conocido, el que nos llevaba a pescar, nos inventaba disfraces para carnaval y hacía canciones para la estrambótica murga infantil que había organizado el año anterior, “Los Pascualitos de Paternal”. En homenaje a Pascual Pérez, claro.

 

Pascualito, como le decían todos, porque era tan chiquito que parecía otro niño peronista, ganó el campeonato olímpico de box en 1948 y, ya profesional, en 1954 había sorprendido al mundo dándole una paliza fenomenal al campeón de la categoría mosca, el japonés Yoshio Shirai. Una vez declarado vencedor, desde el centro del ring y ante los micrófonos del mundo entero, Pascualito exclamó: “¡Cumplí, mi General!”

 

Como no podía ser de otra manera el propio Perón lo recibió en Ezeiza.

 

Para los contreras como el doctor Rofo, lo de Pascualito había sido una broma.

 

“Me consta perfectamente que es radical”, aseguraba el doctor con tanta autoridad que ni el Mudo se animaba a manifestar su habitual escepticismo.

 

Debía ser un radical raro, de Palacios, como mi abuelo socialista, porque en sus siguientes ocho exitosas defensas del título, celebradas fuera del país, Pascualito siguió dedicando sus triunfos al general Perón.

 

El año anterior, el primer carnaval del Pascualito campeón mundial, el tío Polo había organizado la murga y hasta un corso, en la vereda del bar, sobre la ochava. Y designó director de la murga a Pablito Serún, que se bamboleaba al frente de los pascualitos con una galera de cartón adornada de lentejuelas y maquillado con corcho quemado y témpera de colores, que se iban mezclando y diluyendo a medida que su rostro se cubría de transpiración.

 

Acompañados del desordenado estrépito de las tapas de olla sustraídas de las cocinas maternas, los pascualitos cantábamos:

 

A nuestro director

 

le duele la cabeza

 

y quiere que lo conviden

 

con un vaso de cerveza

 

–¡Cirveza, no! –protestaba Pablito–. ¡Qui mi da il pasmo! ¡Traeme una Ginebra, Radolfo!

 

Y se metía en el bar por la puerta de la ochava, seguido de los niños peronistas, felices, radiantes y ajenos a los negociados de la hojalata, el aluminio y la bauxita, el acaparamiento de azúcar, el contrabando de caucho, los robos y negociados, el asunto del cemento portland, el de los tanques de guerra, los tractores que se daban vuelta, los permisos de importación, la foto de Gina Lollobrigida, el asesinato de Juan Duarte, los sobornos, peculados, cohechos, prevaricatos, latrocinios, y todas esas cosas raras que se dedicaba a hacer Perón en sus ratos libres y que, con el correr de los meses, me irían fascinando más que las aventuras de Bull Rocket y Sandokan juntas.

 

Ese verano, en cambio, a pesar de que, luego de tres años de suspensión, el gobierno libertador y democrático volvió a organizar los corsos oficiales, los pascualitos no desfilamos por la vereda del bar ni por ningún otro lado. La ausencia del tío Polo, una sombra que de golpe cruzaba los almuerzos de los domingos, sumiéndonos en el silencio, se hacía notar hasta en esos detalles.

 

–¿Dónde está Polo? –preguntaban los chicos del barrio.

 

–De viaje –murmuraba de mal humor el tío Rodolfo.

 

Todos sabían del allanamiento policial, comentaban su precipitada huida por las medianeras, tejían fabulosas historias ocurridas más allá de Jonte –que los chicos atravesábamos de la mano de los grandes y solos cuando Argentinos jugaba de local–, inventaban fantásticos escapes a toda velocidad en el carro del lechero y otras hazañas dignas de quien ya se había convertido en el Pimpinela Escarlata de Paternal. En nuestra visión infantil del mundo, algo ingenua pero curiosamente perspicaz, en la eterna lucha entre perseguidos y perseguidores, los primeros pertenecían invariablemente al bando de los buenos. De ahí que al jugar al poliladron nadie quisiera hacer de policía, del mismo modo que los chupamedias de la maestra eran tenidos por sujetos despreciables a los que nadie buscaba como amigos.

 

Los vecinos del barrio, así como los habitués del bar, jamás mencionaban la ausencia de Polo. Y si lo hacían, lo harían entre ellos y en voz baja. Especialmente después del decreto.

 

–Sepan señores –anunció una tarde el doctor Rofo–, que el partido dictatorial sido prohibido en cualquiera de sus dos versiones.

 

–¿Qué dos versiones? –preguntó el Pelado.

 

–La masculina y la femenina.

 

–Ahhh.

 

El Mudo arrojó el pucho hacia el salivadero.

 

–Chocolate por la noticia.

 

Miguel lo miró de mal modo, pero guardó silencio. Verdaderamente, el anuncio del doctor no era nada novedoso.

 

–Es que sí hay una noticia, caballero. Es cierto que ese partido deleznable ya fue prohibido el año pasado mediante el decreto 3855/55, inciso seis, debido a su naturaleza totalitaria y su vocación liberticida.

 

Debía ser una especie de flit, pero ya había oído y anotado esa palabra. Busqué en la libretita y leí: “Liberticida”. Restaba ahora averiguar qué quería decir. Algo malo, seguramente, porque el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati asentían, con aire consternado.

 

–Ese partido, actuando como instrumento del régimen depuesto, se valió de una intensa propaganda destinada a engañar la conciencia ciudadana.

 

–Sí señor –aprobó Miguel–. Para eso se valió de imágenes, símbolos, signos y expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas ideadas ex profeso.

 

Mojé la punta del lápiz.

 

“Profeso”, escribí.

 

El doctor había retomado el uso de la palabra.

 

–El propósito de toda esa parafernalia fue la difusión de una doctrina y una posición política que ofenden el sentimiento democrático del pueblo argentino y constituyen una afrenta que es imprescindible borrar.

 

El doctor no me daba tiempo a escribir. “Pa-ra-fer…”

 

–Y hay que borrar, pero para siempre, porque recuerdan una década de escarnio y de dolor para la población. Su utilización es motivo de perturbación de la paz interna de la Nación y una rémora para consolidar la armonía entre los argentinos.

 

–Hay que borrarlos para siempre –apoyó Miguel–. A sangre y fuego si hace falta.

 

–Desde luego, también es imprescindible castigar al funcionario corrupto, al empleado del Estado que trabajaba con fines partidarios, al ineficiente, al ególatra, al obsecuente y al inmoral.

 

–¿El inmoral viene a ser…?

 

–Lo importante, joven Culacciati, no es quién sea el inmoral, sino que el presidente de la nación y el pleno de sus ministros han decretado esta mañana la prohibición de utilizar las fotografías, retratos o esculturas de los funcionarios del régimen depuesto, el escudo y la bandera totalitarias, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones «peronismo», «peronista», » justicialismo», «justicialista», «tercera posición», la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales «Marcha de los Muchachos Peronista» y «Evita Capitana» o fragmentos de las mismas, y los discursos del presidente depuesto o su esposa o aun fragmentos de los mismos.

 

Los ojos de Carlitos y Alberto Culacciati estaban abiertos de asombro.

 

–¿Ahora no se puede decir Per…?

 

–¡Silencio! –inmediatamente, el doctor suavizó el tono– Podría ser remitido a la seccional por la fuerza pública y condenado a entre treinta días o hasta seis años de prisión por el sólo hecho de pronunciar ese nombre…

 

–¿Por decir Pe….?

 

–…y ser pasible de una multa de 500 a un millón de pesos moneda nacional, además de inhabilitación absoluta por el doble del tiempo del de la condena…

 

“Inhabilitación”, escribí.

 

–…para desempeñarse como funcionario público o dirigente político o gremial.

 

El Pelado se alzó de hombros. Él no quería ser dirigente político o gremial.
Tras encender un nuevo Particulares fuertes, el Mudo exhaló el humo por la nariz.

 

–Déjese de joder, dotor…

 

El doctor fue víctima de un sofoco

 

–¿Cómo que me deje…? ¿Cómo que…?

 

Miguel encaró al Mudo con ánimo de pelea.

 

–¿Qué es lo que te pasa a vos? ¿No sabés que vamos a acabar para siempre con todos ustedes?

 

Sorprendido, el Mudo había llevado el índice contra su pecho.

 

–¿Con nosotros?

 

–Sí, Miguel, dejate de joder –intervino el Pelado– Al fin de cuentas, levantar quiniela es un laburo como cualquier otro.

 

Yo no sabía si eso era verdaderamente así, porque parece que estaba prohibido, pero no parecía algo tan grave o peligroso como para exterminar para siempre a los quinieleros.

 

Detrás del mostrador, el tío Rodolfo no había dicho una palabra y miraba preocupado por encima de sus anteojos. Sirvió dos whiskies y le alcanzó uno al doctor, que seguía tosiendo.

 

–Tome, don –dijo.

 

El doctor se bebió el whisky y lentamente fue recuperando un ritmo normal de respiración.

 

–¿En serio no se puede decir “Perón”?

 

El doctor respondió con un cabeceo de asentimiento.

 

–¿Y cómo hay que decir, entonces?

 

–Tirano Prófugo.

 

–O Tirano Sangriento –apuntó Miguel.

 

Me pareció una información lo suficientemente importante para anotar en la libreta: de ahora en más, nombrar a Perón estaría tan prohibido que ni siquiera los gorilas podrían hacerlo.

 

–O ex Dictador.

 

–Es Ditador –repitió mi tío.

 

–No –corrigió el doctor–, no “es”. Ex.

 

Siempre mirando por encima de sus anteojos, mi tío doctor buscó el auxilio de los demás.

 

–¿Y yo qué dije?

 

Miguel se desentendió momentáneamente del Mudo.

 

–Ex, Rodolfo. Quiere decir que era.

 

–Claro que era, si ya no está. Ahora el ditador es Aramburu.

 

El doctor sufrió un nuevo sofoco. Esa tarde no ganaría para sustos.

 

–¿Pero qué dice usted? ¡El general Aramburu es una bellísima persona y, por sobre todas las cosas, un presidente democrático!

 

Contrariamente a lo que podía esperase, el Mudo guardó silencio. Se lo veía preocupado por el destino que de ahora en más aguardaba a los quinieleros. Hasta el momento, su modesta actividad le había valido alguna noche o, si acaso el taquero andaba muy necesitado, hasta un fin de semana en el calabozo, del que siempre había conseguido salir mediante un razonable porcentaje de la recaudación. A partir del decreto podría llegar a ser multado con un millón de pesos y hasta seis años de cárcel. “Ni que fuera peronista”, me pareció escucharlo murmurar.

 

El Mudo se fue tranquilizando a medida que comprendió que el decreto 4161 no era contra los quinieleros, que nadie le pondría una multa de un millón de pesos, cifra que jamás había visto junta en toda su vida, y que podría seguir parando la olla, siempre en cooperativa con ese cafiolo vividor y uniformado que tenía como socio.

 

Lo importante fue que de ahí en más, nadie volvió a pronunciar públicamente el nombre de Perón, ni el de su finada esposa, ni decir “justicialismo” y “tercera posición», usar las abreviaturas PP, JDP o JP, ni celebrar las fechas exaltadas por el régimen depuesto.

 

Pero llevado por la exaltación libertadora y democrática, el diariero Miguel sería detenido por la policía y metido en un calabozo, con chorros, borrachos, quinieleros y peronistas, del que saldría a la mañana siguiente gracias a los buenos oficios e influencias del doctor.

 

Subido a lo alto de una escalera de pintor que emplazó en el refugio del tranvía de Jonte y Nazca, Miguel había tratado de descolgar el cartel blanco que, con una gigantesca P en pintura negra, señalaba la parada del 84. A su modo de ver, se trataba de una artera maniobra de propaganda peronista.

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